sábado, 29 de junio de 2013

La aspirante.

     Mis queridos especímenes humanos: Es mi deber anunciaros que he recibido una proposición deshonesta por parte de una ciudadana; pero, en razón a las altas responsabilidades a las que me debo, la he rechazado. 
     La citada proposición versa sobre el ayuntamiento -carnal o no- de esta señorita que os presento con la pretensión de dotarme de una soberana consorte que alivie mis soledades regias y, hete aquí, que mi humilde persona, argumentando que ya me ayunto bastante con mi querido pueblo, no necesito de ayudas... y además... como para todo necesite tanta pompa y boato, "vamos daos" ¡Cualquiera le pide que le rasque la espalda o le acerque una cerveza del frigo...!


                                                                                                                                           Dibujo: F. de Castro

jueves, 27 de junio de 2013

Foroso blues

Queridos conciudadanos de Colocotroco: Hoy os traigo una historieta. Pensé en incluirla por entregas; dos o tres, para más señas, pero llegué a la conclusión que el mal trago, de una vez, mejor se pasa. Es divertida y alegre, como todas las mías. Espero que os guste.





                                   FOROSO BLUES



Foroso miraba ávidamente con el ojo que la vida le perdonó. Lo hacía con prisa, con desespero, como intentando no ahogarse respirando claridad. El mísero agujero dejó de arrojar luz a la vez que la palada de tierra resonó, estruendosa contra la tapa de madera del cajón. Quiso rehacer el escueto lucernario hurgando con el índice, pero sólo consiguió que un pedazo de aquella vieja y húmeda tierra cegara el único ojo que alguna vez le sirvió de algo. Ya sólo veía las oscuras sombras de la ceguera. Poco a poco, los golpetazos de la tierra cayendo sobre el improvisado ataúd se alejaban de su oído y, al rato, se quedó solo con sus jadeos, el batir de sus sienes y una desesperación que convertía en yeso la saliva que tragaba. Gritó, golpeó la tapa con toda la furia que su pánico podía desplegar; primero con los puños, luego con la frente, después con ambos. Ni un mísero rayo de luz  acompañaba ya su desesperación. Todo era negro a su alrededor. No sabía si quería morir o matarse… no sabía nada. Todo su cuerpo era miedo, su carne era miedo, su mente también lo era; hasta la escasa atmósfera que le rodeaba estaba hecha de febril e irracional miedo…

Cuando su cuerpo agotó la energía que alimentaba la orgía del pánico, su mente se adentró en las sendas del “por qué  yo”  y lágrimas antinaturales fueron vertidas por su solitario ojo y aquel alma deambuló por un universo de pena y autocompasión.

Tiempo hacía ya que sólo oía los sonidos provocados por él mismo; su respiración acelerada, los latidos de un corazón en abierta estampida y unos pensamientos que le gritaban al oído centraban ya toda su encarcelada existencia. Con lentitud, su yo consciente su fue abriendo paso entre tanta irracionalidad;  algo dentro de sí, le decía que todo era inútil ya, que la vida y la muerte iban camino de juntarse dentro de esa masa de carne y hueso doliente que habitaba el exiguo cajón de madera de pino.  Nada podía ya contra la recalcitrante realidad de los hechos consumados. Y, por fin, tras un indeterminado y eterno puñado de minutos,  pensó en dejarse morir.  Sobre él cayeron de golpe las imágenes de una vida desarrapada y licenciosa que hoy, ahora, hubiera vivido de otra forma.
  
Es tan relativa la importancia de las cosas. Qué es tu muerte para el que ni te conoce ni tiene constancia de tu existencia. ¡A la mierda el efecto mariposa!  En ese momento, allí, quieto y espantado, necesitaba descargar de sí la responsabilidad de ser el único al que le importaba su propia muerte. ¿Y el dolor? Que hacía con el dolor. Cayó en la cuenta que, en realidad, no le dolía nada. Sentía que algunas uñas se habían separado de la carne, que la tierra en el ojo le arañaba con denodada crueldad, que el orín escocía con saña la carne de entre sus muslos… Pero nada era eso comparado con la sensación de encontrarse en una caja, solo, a oscuras, a dos metros bajo tierra y sin posibilidades volver atrás… Ese dolor lo tapaba todo.


De niño -recordó con detalle-, sufría cuando tras marcar gol en los partidos de fútbol del patio, los demás chavales se le echaban encima para celebrarlo. Lo dejaban allí, en el fondo de la montonera, asfixiándose, enterrado, inmóvil entre ruidosa carne infantil. Esa inmovilidad lo enfurecía hasta el punto de intentar deshacerse de ella propinando golpes al azar de una manera descontrolada e irracional. Que curioso, exactamente igual…

La cabeza ardía y los pies se helaban en ese cofre de muerte.

¡Cuánto hubiera dado por tener el mismo seso que aquellas lagartijas que enterraban vivas dentro de un tubo de ensayo! Eran lagartijas… Sus desesperados intentos para liberarse no eran más que una danza con que acompañar las risotadas de la muchachada… Y ahora era él el mísero bicho y los otrora gamberros infantiles son ahora sus alegres enterradores. Se los imaginaba sonrientes, gastando bromas a su cuenta como quien nada tiene que reprocharse.  Así eran los hermanos Gabarrón; Juan y Ezequiel. Juan era un poco tonto; zangolotino mayormente. Su desusada fuerza junto a la estrechez de mollera significaban la herramienta ideal para su hermano Ezequiel. Inteligente, sucio y chisgarabís; nada de fiar. Siempre supo que no debía jugarse los cuartos con ellos, pero la vida da vueltas que a todos pilla desprevenidos –cuanto más a Foroso- que nunca fue un dechado de previsión y mesura. Lo que nació un día como bueno, en nada puede torcerse y, con más razón, si Juan y Ezequiel tenían algo que ver en ello.

Foroso, en su ciega imaginación, los veía sonriendo en el bar de Paco, con los codos apoyados en la barra mirándose de soslayo entre trago y trago. Continuamente se enviaban muecas de contenida jactancia. Paco y el resto de la escasa clientela presuponían que algo malo traían entre manos, pero –como siempre-, nadie se atrevería a levantar la voz para preguntarles nada. Ellos –Juan y Ezequiel- lo sabían y eso alentaba su pretenciosa connivencia.

Estos pensamientos estaban consiguiendo que más lágrimas –esta vez de rabia- saltaran del ojo sano y resbalaran por su sien recalando en la reseca madera de la caja. Los músculos que unían sus mandíbulas se tensaban a punto del colapso.  En su alocada fantasía se imaginó a sí mismo sujetando a Ezequiel por la nuca con una de sus manos mientras con la otra le estrujaba el vaso de orujo contra su mellada boca. Podía sentir como el vidrio rompía sus dientes antes de quebrarse. Podía sentir como el afilado cristal cortaba  la carne y cercenaba las venas dentro de esa cloaca hedionda. Podía ver como, tras aflojar la presión, el truhán inclinaba la cara hacia abajo y dejaba caer al sucio suelo cuajarones de sangre mezclados con carne y dientes.

El aire se hacía pesado dentro del cajón.

¿Por qué no habría prestado oídos a su madre? Vieja, sorda, medio paralítica y siempre malhumorada, no dejó ni un solo día de advertirle que dejara esos tejemanejes, que se apañara con el poco dinero que los jornales en la viña llevaban a su casa. Ni los regalos que con las ganancias del trapicheo le hacía, conseguían de ella una opinión benevolente, siquiera podía comprar un triste y mísero silencio… ¿Cuantas veces se los tiró a la cara?

.- ¡No hagas caso a la vieja! Le decía Ezequiel mientras le daba toquecitos en el pecho como para remarcar su sentencia… Ahora, en su desesperada mente, lo veía tosiendo y escupiendo sangre. Salía a trompicones del bar. Su hermano lo sostenía de un brazo para evitar que diera con sus huesos encima del reguero de sangre que iba desperdiciando. Horrorizado, Juan miraba a un lado y a otro intentando encontrar respuestas. Sin demasiados miramientos le soltó dejando caer el peso de su hermano sobre el pavimento. Este, de rodillas, parecía recobrar el resuello y solo un hilillo de sangre le unía al suelo. Demudado, levantó poco a poco la cara. Desfigurada de rojo y carne, dejaba traslucir odio y miedo a la vez.

.- ¡Maldito cabrón! Pensó Foroso y, en su resuelta ensoñación le clavó las rodillas en la espalda haciendo que toda la fisonomía de Ezequiel tomara contacto con su sucia sangre y, asiéndole del pelo, comenzó a machacar su cara contra el empedrado; primero lentamente y, después, con la cruel saña de una rabia no contenida.

En su encierro, Foroso no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. ¡Daba igual! Esporádicamente, algún punto de luz brillante surgía en su oscuro campo de visión -sería la tensión arterial-. Según Ezequiel, algún día la sal acabaría con él. ¿Y qué sacamos de  esta puta vida sin sal en la comida? –se defendía Foroso. ¡Total, de algo hay que palmarla! ¿No?...

Lo que daría por un poco de agua; agua como la dejada por el corto aguacero y que corría pegada al bordillo calle abajo. La sangre de Ezequiel se la imaginaba mezclándose con ella, juntando fuerzas en su viaje hacia las cloacas; sirviendo a las ratas para calmar su sed. La cara del botarate aparecía ya como una masa de carne a medio picar; a estas alturas, tantos y tan fuertes golpes, no podían destrozarla más… Pero el cerdo aún se movía y Foroso se imaginó, a horcajadas como estaba sobre su espalda, metiéndole ambos dedos pulgares por la base del cráneo, apretar hasta el hartazgo y sentir romperse cosas ahí dentro. Como si de un baile se tratara, Ezequiel desplegó una de sus coreografías más originales. El cuerpo del desgraciado se llenó de temblores agónicos y estertores que a Foroso –dentro de la caja donde estaba- le hicieron sonreír de gusto.

…Y Juan; ¿dónde estaba?

Con la excitación del macabro sueño que acababa de terminar, Foroso lo había perdido de vista. ¡Pobre estúpido! Aunque, si cabe, era el peor de los tres. Fuerte como un buey y con la malsana inconsciencia del que ni tiene ni tendrá nunca remordimientos. Siempre dejaba las decisiones en poder de su hermano para, después, convertirse en la feroz, cruel y satisfecha mano ejecutora. Recordó Foroso el día que fueron a cobrar un trapicheo a una casucha de las afueras. El infeliz con el que iban a saldar cuentas se deshizo en súplicas suplicando más tiempo para pagar mientras, al fondo de la estancia, una chica que sostenía en brazos a un niño de dos o tres años, temblaba fuera de sí. Juan, a una leve indicación de su hermano,  se les acercó con lentitud y una sonrisa tierna entre los labios. Con el dedo índice acarició la suave mejilla del crío a la vez que le dirigía palabras amables y cariñosas. Cualquier zote habría supuesto que aquella parafernalia no presagiaba nada bueno. Con suavidad, con esmero, casi con precisión quirúrgica, extrajo al niño de los brazos de la chica que, como si no tuviera otra salida, lo cedió temerosa. Juan, entre palabras de esas que sólo si se dicen a un niño tienen sentido, comenzó a juguetear con una de las blancas manitas del bebé. Se pasaba los dedos por la boca resoplando y haciendo gestos. El niño no dejaba de lloriquear. Ezequiel se divertía con la escena. Pasaron unos segundos y el incierto desenlace se sustanció: Juan, con un gesto instantáneo, intemporal, descargó una brutal dentellada sobre el dedo pulgar del niño. El dedo no se desprendió al momento, Juan tuvo que pegar tres o cuatro fuertes tirones para que el recalcitrante trozo de carne se desprendiera. Cuando fue así, con la pieza entre los dientes y una mueca de hiena ensangrentada, entregó amablemente el niño a la chica que desencajada, mezcló sus gritos con la sangre y el llanto del vástago. ¡Cuánto se rieron a cuenta de aquello!

No sentía el cuerpo; ninguna parte le molestaba por separado. El dolor se había convertido en un todo unido a él. Foroso ya no intentaba moverse; toda su energía se estaba derrochando en pensamientos y ensueños que a fuerza de ser deseados, parecían más reales que la vida misma. Ni los dedos descarnados, ni el ojo, ni la frente quebrada, ni las rodillas en carne viva le molestaban ya. El aire, terriblemente enrarecido, y el calor se habían convertido en el indispensable maná que daba fuerzas a una mente desequilibrada.
 
-¡Ah! Ahí esta Juan. Inmóvil, miraba lo que quedaba de su hermano desde el otro lado de la calle. Una mano caía muerta a un costado y la otra se apoyaba en el borde de un metálico y entreabierto contenedor de basura. La boca receptiva y los ojos captando todo lo que el mundo quería enseñarle. Foroso se imaginó acercándose a él, acercándose hasta casi tocar cara con cara, oler su aliento alcohólico y desbocado, sentir su miedo… Asió la pesada tapa del contenedor y con toda la fuerza de su desesperada fantasía,  lo cerró sobre la mano. Juan no cambió de expresión, solo la dirección de su mirada. Con lentitud, casi con teatral parsimonia, contrajo el brazo comprobando sin inmutarse que media palma de su mano izquierda, incluido cuatro dedos, solo se mantenía unida al resto por jirones ensangrentados de naturaleza indefinida. Levantó el destrozo y colocándolo a escasa distancia de su rostro, lo observó embobado durante unos segundos. Los ojos se le salían de sus cuencas. Sin tomarse siquiera un leve descanso, la imaginación de Foroso sacó una pequeña navaja del bolsillo del pantalón y así, cara a cara como se encontraba, se la clavó hasta la empuñadura en la mejilla. Al entrar, la hoja tocó hueso y se partió, quedándose, a pesar de ello, firmemente hundida en la carne. Juan, absorto, sangraba abundantemente por la boca. Y tras unos pocos segundos, giró sus miserias e inició una lenta huída hacia ningún sitio.   

En su claustrofóbico encierro, Foroso esperaba el fin elaborando fantásticas venganzas, ensoñaciones que ponían macabro epílogo a una existencia soez de cabo a rabo. Su mente retorcía los deseos hasta que estos olían a realidad. En los escasos instantes que su percepción se dejaba de fantasiosas ensoñaciones, maldecía su ser, su vida y todo lo que en ella pasó.

-Esos hijos de puta seguirán de fiesta -pensó-.

Sintió un pinchazo en la cuenca vacía. Desde hacía rato no sentía nada y esto le sacó de su fantástico y violento capítulo. ¿Por qué tiene que dar por culo algo que no existe? Si algo le había destrozado la vida, seguro que fue lo del ojo. El trabajo en la agencia de transportes, aunque ocasional, empezaba a dar sus frutos y habían prometido hacerle fijo. “Si te portas bien…”-decían-. Se  había jurado amor eterno con Carlota y tenían  planes… Pero esa puta manifestación. Se fue a la capital como le pidió el sindicato. Había que protestar; no recordaba bien por qué, pero había que protestar… Y así lo hizo hasta que un pelotazo de goma dejó su futuro a oscuras. A partir de ese día en la agencia no hubo trabajo para un tuerto y Carlota se fue del pueblo buscando alguien con más ojo para ganarse la vida. Desechado de todo, se refugió en casa de su madre que, aunque nunca fue muy acogedora para con él, en esa ocasión levantó la mano.  Poco tiempo pasó antes de que el dinero se acabara y la escasamente generosa hospitalidad materna pasó a ser un constante ir y venir de reproches e insultos. Su vida  estaba más vacía de expectativas que la cuenca de su ojo. Sus iniciales búsquedas de trabajo se convirtieron con el tiempo en un motivo para salir de casa y deambular sin destino; ausencia de rumbo que, indefectiblemente, finalizaba en el bar de Paco. Hasta que llegó el maldito día que el mesonero le presentó a los hermanos Gabarrón. Estaban bebiendo y riendo en la barra –como siempre- pero, si bien, nunca habían reparado mutuamente, ahora, con el aumento de visitas al establecimiento por parte de Foroso, fue cuestión de tiempo.

A partir de ese momento, Foroso encontró interlocutores que prestaran oídos a sus desgracias.

Cada vez, el aire dentro del cajón era más y más irrespirable. Seguramente habría alguna mísera filtración a través de la tierra que tenía como fin último prolongar su agónico final.

Los Gabarrón tocaban todos los palos en los que el esfuerzo fuera mínimo y los rendimientos máximos. Putas, drogas, extorsión; nada era suficientemente malo si era suficientemente rentable. En un principio le resultó… digamos,  chocante. “Trabajitos” como dar la primera paliza que a priori podrían resultar complicados, resultaron después gratificantes;  romper controladamente algún hueso, violar alguna tía, se le dieron a conocer poco a poco como la sal y la pimienta de un negocio realmente boyante. Foroso no conseguía recordar exactamente cuanto tiempo había transcurrido desde aquellos primeros pasos con los Gabarrón; tres, cuatro años, ¡Que más da! Lo cierto es que no tardó en conocer todos los entresijos del negocio. Controlaba todo con las únicas herramientas de su cerebro y su falta de escrúpulos: Igual o mejor que Ezequiel y Juan… Todo fue bien mientras los dos hijos de puta se embolsaron la mejor parte…

Sus pensamientos se mezclaban con el ruido que el propio Foroso hacía intentando respirar. Notaba la cara ardiente y, por más que desencajara la boca, el aire que entraba no era mejor. Sus pulmones suplicaban, mendigaban algo útil con que ser llenados… La cabeza se le iba…

-¿Donde estará Juan? –Pensó-

 Lo buscó con la mente, escudriñó los alrededores del pueblo, en el río, en las eras… ¡Allí, allí estaba! A lo lejos, Juan se afanaba inclinado sobre el suelo. Desde su posición, Foroso no veía con claridad en qué se ocupaba. ¡Da igual! El espacio se contraía entre los dos.

Los pulmones le reventaban de dolor y un mareo intenso le hacía dar vueltas dentro de la oscura y mortal caja. Un sonido sordo y repetido se mezclaba con sus agónicas inspiraciones.

Escasos metros separaban a Foroso con su fantasiosa y ciega venganza de un Juan que se afanaba manipulando algo en el suelo…

¡Aire! Un cierto frescor de oxígeno renovado invadió sus pulmones. ¡Sí! Los sordos golpes que llevaba oyendo desde hacia unos cuantos segundos no los propinaba su mente, venían de fuera y eran cada vez más fuertes. Pequeñas porciones de tierra volvieron a caerle en el ojo bueno… -¡Me van a sacar de aquí!- pensó.

Foroso, eufórico, comenzó a gritar desesperadamente. Quería decirle a sus salvadores que seguía vivo, que se dieran prisa, que no podía aguantar más. La luz acertó a entrar de nuevo por el escueto agujero agrandando las ya enormes esperanzas de Foroso. Con un golpe seco, el filo de una pala se abrió paso entre las tablas que conformaban la tapa del cajón y sus salvadores empezaron a apalancar desde fuera. Unos dedos fuertes y ásperos entraron por la grieta recién abierta y tiraron de la tabla  hasta que esta, con un fuerte crujido, saltó. Un deslumbrante chorro de luz cegó su ojo. -Gracias, gracias-,  -balbuceaba Foroso a sus desconocidos bienhechores-. Poco a poco su ojo pareció distinguir algo…

-¿Juan?

Sí, era Juan. El gigante apartó la tabla con la única mano indemne que le quedaba, cogió la pala y por el ancho hueco recién abierto en la tapa empezó a descargar golpes con su afilado borde. El primero de ellos seccionó la mano derecha de Foroso por la muñeca y, antes de que el segundo partiera su cabeza en dos, pudo observar como la navaja clavada en su mejilla no le impedía reír como un poseso.



                                               FIN




                                                                                 Aldade

martes, 25 de junio de 2013

Carta de un español a los colocotrocos.

Esta misiva, queridos colocotrocos, encontrela bajo la puerta de mi palacio. Como quiera que va dirigida a vosotros, súbditos del reino, os la expongo a juicio.
Pobre pais, el de nuestros vecinos españoles. Temblando estoy de que nos invadan buscando el bienestar aquí omnipresente... aunque si traen tortilla de patatas, choricitos fritos y cerveza, podríamos hacerles un hueco.



Convivo, luego salgo perdiendo siempre.


Hace mucho, pero que mucho tiempo, alguien me dijo que por fecha de nacimiento me correspondía ser Libra y, por tanto, persona especialmente sensible a la injusticia, al desafuero y, en conclusión, a la arbitrariedad. Vaya por delante decir que no suelo dar pábulo a creencias de cariz esotérico y para un servidor de ustedes, el horóscopo lo es. Aceptemos como verdad que no sé si el hábito hizo al monje o el monje hizo al hábito, pero aquella lejana sentencia “se me quedó”; el caso es que por aquí y por allá, do quiera que vas, te rodean; es más: Tú mismo sueles sorprenderte, a veces, abusando maliciosamente de algún congénere para conseguir algún nimio beneficio, pero te disculpas: “Son pequeñas cosas que no van a ningún sitio”.

 Sales a la calle. El frío viento invernal no invita al paseo, más bien al trote; ¡Vamos! Que el día no es para andar esperando a que el paso de peatones se ponga en verde a juzgar por los que cruzan sin esperar su turno. Me sorprende sobremanera que son más las personas de edad avanzada las que se arriesgan. Debe ser que ya no quieren seguir cobrando la pensión… Y la vendedora del cupón tras extraer el último cigarrillo del paquete, arruga este y lo arroja al suelo un par de metros delante suya; será para que no le falte trabajo al barrendero. Sigues adelante y a tu espalda, un anónimo individuo extrae de sus pulmones algo que supongo es un escupitajo. El sonido que produce es indefinible y lo escucha todo el que esté en cien metros a la redonda. Entro en el Metro y mientras compro el billete, tres treintañeros –encorbatados ellos- se cuelan sin pagar entre risas y gorjeos. Ya dentro del vagón, una señora añosa se quejaba a otra señora más añosa aún de que “Esto ya no es lo que era”. Nadie se había levantado para dejarles asiento y cuando la novedad de la incidencia había pasado, le relacionaba los medicamentos que le había recetado Don Manuel para su familia  “…y es que es más bueno”.

Y así podríamos seguir “in saecula saeculorum” Nuestra cotidianidad está llena de estos momentos que, por abundantes, pasan desapercibidos; momentos que nuestra consciencia hace desaparecer al poco de haberlos vivido y no por ello, debemos echar en saco roto. Sus actores no son delincuentes, no son malhechores, somos nosotros mismos; son esos que cuando conjugan la oración en pasiva ponen el grito en el cielo, se rasgan las vestiduras, piden responsabilidades, les entra diarrea sin darse cuenta que a la vuelta de la esquina su perro contrae el abdomen y nos deja un recuerdo imborrable a todos; eso sí, él mirará de un lado a otro porque hoy, precisamente hoy, no tiene bolsa para recoger la boñiga.

Somos muchos, somos iguales en derechos y diferentes en formas de pensar, pero tenemos algo en común: el espacio donde vivimos y si no adecentamos nuestro sentido de respeto a las normas, mal vamos.

Los tiempos avanzan que es una barbaridad -decían nuestros abuelos-; pues hoy deberíamos cambiar lo de barbaridad por monstruosidad, aberración, absurdo o quien sabe qué. Teniendo en cuenta los que somos y los que seremos, la diferencia entre ricos y pobres, lo enfadados que están unos y otros y que –digan lo que digan- sigo pensando que EN EL MUNDO HAY MALOS DE VERDAD, o los poderes públicos  -es decir, esos que elegimos por que son más guapos y hablan mejor- empiezan a ejercer de una vez o… “a tomar por saco”

Se imaginan un planeta poblado de catorce mil millones de enfermos mentales especializados exclusivamente en sobrevivir…

Delirante.


                                               Carta a los colocotrocos.   25-12-2008

lunes, 24 de junio de 2013

Cagabicho

Qué desgraciado individuo este. Gracias a los hados, en Colocotroco las bebidas alcohólicas, no provocan adicción. Aquí, el camino hacia la borrachera se para de golpe en "el puntito" y, creedme,  de ahí no pasa aunque te bebas el Nilo. ¡Bendito reino!


                                                                                                                  Dibujo: F de C


                                                           CAGABICHO                       


                        Cuando el calor obligaba a desahogar el cuello de la camisa y derretía en gotas de sudor la piel del cráneo; cuando las tardes invitaban a siesta y la cegadora luz de un estío inclemente se desplegaba por todos los rincones; por allá, calle abajo, iba Cagabicho. De un lado para otro, cuan ancha fuera la calle, caramboleaba su cuerpo sin rumbo definido, dejado de la mano de la gravedad y de los vapores de un mal vino y sólo contenido por dos filas de casas blancas y dormidas, como infranqueable frontera. Perenne figura aquella que el tiempo no ha logrado envejecer ni un ápice; constante en el devenir de los años, su quebrado perfil no ha dejado de dar tumbos por la vida de unos ciudadanos tan lejanos y expectantes como si de habitantes de otro mundo se tratara y que, a pesar de creer saberlo todo, poco más que esa aguardentosa voz que se pierde calle abajo, conocían.

                        Ya bajo de puro menguado, escueto, nervudo, lleno de tendones y callos hasta en los más recónditos y oscuros rincones del pensamiento, nunca se conoció familia que le acogiese ni amigos que lo tratasen. Nunca mezclose con gente conocida ni trabose en perorata con paisano alguno: más bien, las suyas, lo eran con el sol y la luna, con el viento y el frío o con el alma de algún muerto, que para el caso,  mayor entendimiento le mostraban que el resto de los que en el pueblo han sido. Y es que Cagabicho no nació; su niñez debió escribirse en la corriente y se perdió río abajo, su juventud tuvo que ser pasada por alto con la aviesa intención de presentarse ante todos como es, como ha sido siempre: un intemporal icono de la más lúgubre de las historias. A Cagabicho nadie lo vio nunca sereno, ni derecho, ni cara a cara, nadie le preguntó quien era o como estaba y siempre se dio por supuesto que su vida no era más que el espejo del más ancestral de los pecados: la insidia.

                        Su rostro colgaba de un extraño y ralo matojo de pelo, primero en una amplia frente, luego, ojos hundidos, negros, profundos, casi sin pupila; siempre a medio cerrar, y una nariz respingona de cuyos agujeros sobresalían fuertes y negros pelos a modo de mala hierba. La boca, grande y blanda, era capaz de cerrar sus labios hasta límites insospechados, sin que los dientes, que brillaban por su ausencia, sirvieran de cortapisa. De cuello para abajo, casi todo su cuerpo era una incógnita. Sólo el volumen de una vieja chaqueta gris de finas y casi invisibles rayas verticales y unos anchísimos pantalones que gracias a una cuerda y a duras penas, se  mantenían  en su sitio, hacían presuponer que dentro había algún tipo de vida animada.

                        El suyo era un cuerpo para el trasiego de vino y de historias, que ciertas o no, contaba al viento de la noche, y al perro de la esquina, historias que hablaban de un héroe de la guerra civil sin cuyo concurso, la victoria final hubiera sido una quimera y de la que, como pago, solo recibió un bayonetazo en la nalga, que hablaban de un íntimo amigo y asesor imprescindible de “don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios”, que hablaban de amoríos y desengaños con hembras de bandera, pero… ¿dónde está la verdad en el reino de la embriaguez permanente? lo único realmente grabado sobre la piedra era que existía malviviendo amancebado con los vapores del alcohol; lo demás, “mentiras de un borrachazo degenerado”.

                        Deambulando a lo largo y ancho del pueblo, nada se escapaba a su etílico interés: el cubo de basura, la pareja de enamorados, los chicos que corrían a la salida del colegio, cualquier cosa ocupaba su tiempo entre trago y trago. Todo era digno de comentarse desde la atalaya. Arrastrando las palabras cuerpo a tierra, iba desparramándolas con la cadencia de una radio en la lejanía, dejando improntas de su lengua de trapo allá donde ni el eco sabe como actuar y llenando todo el espacio de su imponente presencia. Aparecía como el sol de cada mañana y usando esa verborrea monocorde a modo de pregonero, anunciaba su presencia con la suficiente antelación para que niños y mayores ocuparan sus cómodos asientos en el teatro de a vida.

                        El mercado, la plaza de España, el puente romano, eran mudos escenarios de sus bamboleos y correrías; cualquier sitio era bueno para consumir la botella de vino y la lata de sardinas con la que algunos pagaban su tranquilidad o la de su negocio, y es que Cagabicho vivía de su cuerpo, chantajeando con su presencia incómoda y ruidosa a los mesoneros que, con tal de no tenerlo ante su negocio, eran capaces de pagar su presencia ante el del vecino. Con su botín, el haragán buscaba refugio donde hacerle los honores a la pitanza. Así casi todos contentos. Después del ágape, una infame colilla de las del suelo, hacía las veces de puro habano, y así, viendo las volutas de humo escapar hacia lo alto, nadie podría decir que una cena en el mejor restaurante de la capital le hubiera sentado mejor. Quién osaría molestarle en aquel momento sin el temor a estar interrumpiendo algo importante… Pasado el tiempo y reposada la comida, recogía cuidadosamente sus bártulos y buscaba algún rincón donde orinar: la rueda de un coche, un oscuro portal o el río podían convertirse en letrinas improvisadas. Con el descaro del que no tiene nada que perder y mucho que provocar, cualquier sitio era bueno para él y malo para el resto.

                        Su fama, idealizada, había adquirido una tonalidad pedagógica y moralizante:  Cuando una situación necesitaba de un ejemplo negativo.- ¡Ahí estaba Cagabicho!. Si el niño no comía... ¡Qué llamo a Cagabicho!. Si la borrachera era grande... ¡Cómo la de Cagabicho!. Si se definía a alguien despectivamente... ¡Igual qué Cagabicho!. Alguien  hubiera extraído rentabilidad del popular despojo si no llega a ser que un día, sin saber muy bien por qué, se cayó en la cuenta  que nuestro hombre ya no estaba. Como charla de bar o mentidero de modistillas, surgió el tema de su vacío y todos ponían su grano de arena en las especulaciones que siguieron, pero, poco a poco, sólo el recuerdo de su titubeante deambular por el pueblo quedó como cierto. -Se lo han llevado al psiquiátrico... que ya era hora. -Se habrá caído al río y so lo llevó la corriente...

                        A partir de ese día, el personaje que vagabundeaba por las calles y las plazas, pasó a deambular por los corazones y la memoria de los habitantes del pueblo, bebiendo y orinando en la mala conciencia de unos y contando historias en la limpia conciencia de otros, sin que su pedigüeña boca sirviera, nunca más, para calmar los hipócritas remordimientos de algún conciudadano.


                        El mito se había consumado.

                                                                                             Aldade


viernes, 21 de junio de 2013

Carta interceptada a un peligroso ciudadano

   Queridos coloctrocos: Es mi deber anunciaros la detención de un peligrosísimo elemento. Iba en Vespino y portaba la misiva que mando reproducir aquí. Su texto se refiere a asuntos de nuestro reino vecino y hermano, ¡Eggpaña!, con el que debemos ser solidarios y colaborar en la erradicación de estos "evolucionistas descerebrados" que tanto daño la infieren.
   Llevaba en su poder, además, un juego de llaves fijas, destornilladores y un martillo. Alegó que eran para arreglar el desagüe del baño a su cuñado, pero todos sabemos que son armas de increíble efectividad en "según qué manos". Por supuesto y en defensa de la seguridad del pueblo, ha sido apartado del mismo.
                                                                       Vuestro Rey 


Ot Plá:
Reinicia.
Escondido en un evidente buen manejo del castellano, escondes un personal manejo del sentido común. Lo pasado poco importa si lo por vivir es cuestión de vida o muerte. Si supeditas un futuro y un horizonte de paz y bienestar a una historia, cuando menos dudosa, a una historia contada por gente de poco fiar, sólo consigues supeditar tu porvenir a intereses aviesos y torticeros. Piensa que la inmensa mayoría de los responsables directos del desaguisado ni está, ni se les espera y que los descendientes están muy interesados en conservar sus privilegios ¡vamos!: en llevarse el gato al agua... Y a que no sabes quienes son el gato: tú y yo. A mí, España me la trae al fresco y Cataluña también; lo que realmente me importa es el bienestar de mi familia, de mis hijos, la estabilidad, la seguridad, la ... tú ya lo sabes; por que seguro que en el fondo coincidimos... y no tanto en el fondo. El pueblo, la gente es lo que importa.
Tu voto debe direccionarse en ese sentido: lo que te aconseje la mano izquierda; la derecha -la mano-, normalmente, está ocupada trabajando y piensa poco. No somos borregos y la educación que me dieron mis padres no sirve para babear delante de unos líderes que sólo se mueven por el poder y consideran el resto como accesorio. Qué diferencia hay entre la tierra catalana y la manchega... y entre el pan que comes en Lérida y en Málaga... y entre el cariño de una madre hacia sus hijos en Olot o en Orense: Poco. Deja de escuchar a esos politicastros patrioteros y escucha a tu razón. Hay que mandar las fronteras a la mierda, por que sólo son parcelas de poder para latifundistas modernos, donde tú y yo no somos más que meros "paganinis" prescindibles.

Salud a todos

jueves, 20 de junio de 2013

Elogio de la calvicie.

Estimados colocotrocos: Os presento un retazo de pensamiento. No es dogma, pero casi.



                                                  ELOGIO DE LA CALVICIE


     No es mi intención poner unas opiniones sobre otras -eso no se lleva en el reino de Colocotroco-, tampoco, haceros ver por mis ojos lo que se sale de vuestro natural, pero tiempo ha me ronda una disquisición, que por intrascendente, no es menos cargante y que, al igual que otras circunstancias más sólidas, me inquieta: 
                               No es más que la adoración por el cabello.
     Primero, aclarar, que cabello sólo hay en la cabeza del ser humano -creo-; el sobaco, el pubis, la espalda, el pecho, etcétera, tienen otra cosa llamada pelo, vello, hebra, cerda y demás variedades de mayor o menor arraigo que no serán objeto de mi atención en este momento.
     Llámame la curiosidad cuán aguerrida es la defensa de su cubierta pilosa la de aquellos/as que, teniéndola en abundancia, la portan como estandarte de su propia dignidad, de como se pavonean, jactan y vanaglorian de esa techumbre queratinosa de dudoso provecho. Es llamativo comprobar que parte de sus vidas se va en ordenar aquello que para tan poco sirve; de cómo, dejándose pecunios imprescindibles para otras y más perentorias necesidades, se atusan, colorean, texturizan y adornan ese gato muerto con que se levantan cada mañana... y, a pesar de ello, la quieren, la adoran, darían todo por ella.
     Es digno de compasión ver como sufren al mirarse al espejo; como se toquetean, se repasan, ponen caras y se desesperan para, trascurrido un tiempo indeterminado, lograr una apariencia que, en muchos casos, pasa absolutamente desapercibida. ¡Pobres! Cómo es posible dedicar tanto esfuerzo para tan poco... Si por lo menos ese pegote te diera los buenos días, o te invitara a café, si tan siquiera reportara algo de beneficio su crianza; ¡pero no!. Si acaso amortigua el relente en algunos días desapacibles, pero para eso están los socorridos gorros, gorras, sombreros, bonetes, boinas, casquetes, monteras y demás adminículos a los que, además de ser opcionales y obedientes, hay que agradecer que no ocupan, ni tanto tiempo, ni tanto dinero; y es que, si de tiempo hablamos, ¿cuantas horas de trabajo se pierden a cuenta del cabello rebelde, del “retoquito” a media mañana o del “me escapo un momento a la pelu, que vengo enseguida”? y... ¿cuantas licenciaturas habríamos sacado adelante de haber destinado ese tiempo al estudio?. Sólo pensarlo me da dentera...
     Otro apartado es la higiene... ¡Para que decir!. ¿Habrá en este mundo ecosistema más demandado?, ¿habrá mejor residencia para esos feos bichitos que todos conocemos?, ¿habrá mejor almacén para caspas, polvo, grasas y mercaderías de indeseable procedencia? La contestación es obvia, sí, pero no tenemos que llevarlos encima como un castigo y sanearlos no corre de nuestra cuenta.
     Es por ello por lo que, si ahora tuviera una de esas cabelleras abundantes, ostentosas y, por muchos envidiada, la regalaría gustoso, rezaría por su desaparición cual plaga de langosta.
     Luzco mi calva de manera orgullosa por que queda limpia y brillante con poquísimo esfuerzo, no se lleva nada de dinero, no me ocupa tiempo, me da gustito cuando me paso la mano por ella y, sobre todo, por que la corona no se me enreda.
      Es por ello que, como rey vuestro que soy, aconsejo a mis queridos súbditos sigan consagrando sus rentas y jornadas a ocupación tan fútil y vana; así no tendréis la cabeza empeñada en empresas más comprometidas y a las que vuestro monarca, generosamente, sí dedica su tiempo.



                                                                                                  He dicho. 

                                                                                                                     Aldade

lunes, 17 de junio de 2013

Rómulo y Rómula

                                                             RÓMULO Y RÓMULA



Mis queridos colocotrocos: En estos tiempos que corren, donde hasta pedir la hora sale por un pico, cualquier cosa es posible. Si no, mirad esto que os cuento. Es una historia real ocurrida en un reino llamado España. Por supuesto, en el reino de Colocotroco, esto sería imposible: Todo el mundo sabe que aquí, todos los búhos tienen nido, despiojado exclusivo y ración diaria de topillo gratuita. ¡Faltaría más! Además, a todos ellos se les dota  del nobiliario título de  "Gran Duque" firmado y rubricado por el que esto suscribe.





Una primavera más -y ya es la tercera- Rómulo y Rómula han hecho su aparición por los cielos de Sevilla la Nueva. Entre piropos, arrumacos y ululeos, plantaron sus reales en un ático con envidiables vistas al patio de la comunidad de propietarios. Sin prisa pero sin pausa, dedicaron los primeros días de estancia en adecentar el pisito; repararon los desperfectos que el invierno causó y lo dotaron de todas aquellas comodidades que la campiña sevillana les puede proporcionar y -sin dilación-, acometieron la ardua labor de fabricar polluelos. Al poco, -treinta y seis días de nada- tres de los huevos se convirtieron en sendas pelotas de grandes ojos y plumón blanco que -como cualquier hijo de vecino-, no hacían más que pedir comida.
            Como imagino habrán adivinado, Rómulo y Rómula son dos hermosos elementos de la aristocrática familia de los estrigiformes de toda la vida, y de la rama bubo para más señas y, al contrario que otras familias reales, el erario no sufre con su presencia; más bien al contrario.
Todo el mundo sabe que los búhos no son de fiestas y algarabía y serios como ellos solos, por lo que sería de presumir la buena acogida entre los convecinos; pero hete aquí que aparecieron algunos disconformes –de esos que nunca faltan en una comunidad de propietarios que se precie-  y obviando su real procedencia y con peregrinas razones, desahuciarlos quieren. Les acusan de comer gatos con pedigrí…

No verán que donde hay palomas y conejos,
¡Malandrines, bellacos y bribones!
no quieren ver a los gatos ni de lejos.

No verán cuán grande es la patraña,
que donde haya urracas y ratones,
para qué un puñetero gato que araña.

y si bien la causa sobreseída quedar pueda,
por estúpida, tonta, falaz y majadera,
por mentecata, gansa, mentirosa y embustera,
siguen la máxima de “injuria que algo queda”

Por ello, a palabras necias, oídos sordos,
que sin duda lo primero es lo primero,
y es poner toda la gracia y el esmero,
en sacar adelante unos pollos bien gordos.


Y bien, esperemos que nuestros ínclitos amigos Rómulo y Rómula consigan llevar su prole a buen puerto un año más y que, siguiendo la máxima de que mucho ayuda quien no molesta, podamos colaborar con ellos para que sus descendientes vuelen libres por la bella dehesa de este pueblo madrileño.

                                                                                                    Aldade


viernes, 14 de junio de 2013

El perro que miraba fijo a la pared.

     Estimadísimos colocotrocos: En este desierto reino en el que vuestro Rey clama al  cielo sus historias de solitario contador, no son imprescindibles las opiniones, pero si apreciadas.
     La historia que os presento, como la mayoría de mis aportaciones al fantasioso devenir de la holganza, no es muy alegre que digamos, pero, como dádiva que os ofrezco, deja un poso de esperanza que al optimista alegrará y al pesimista dejará impávido.





EL PERRO QUE MIRABA FIJO A LA PARED
  

…Y un día alguien oyó gemidos en el contenedor de basuras. Y rebuscó entre la mierda. Como quien abre la ventana a un limpio amanecer de primavera lo descubrió. Estaba dentro de una de las hediondas bolsas de plástico; allí, como la única pieza móvil de un estático y maloliente puzzle, estaba  Un rayo húmedo unió sus miradas y una lazada invisible anudó sus destinos para los restos. Ambos tuvieron conciencia de ello. Aupándose sobre la punta de sus pies y sobreponiéndose al borde del contenedor, el hombre tendió los brazos para asir con firme delicadeza la inquieta figura del cachorro. Pataleando, arañando el aire, el pequeño animal intentaba hacer desparecer cuanto antes el espacio que le separaba de su alegre benefactor. Obviando el nauseabundo olor y la mugre, este, lo apretó suavemente contra su pecho rociándolo en segundos con más cariño del que había dado a sus semejantes durante toda la vida. El azaroso manojo de nervios le lamió la barbilla, el mentón y le arañó el cuello como meloso pago a los servicios recién prestados.

Cuando llegó a casa buscó algo donde poner a vivir el premio que traía de la calle. Con obligada provisionalidad, pero con infinita delicadeza, lo acomodó en el cesto de la ropa sucia. Allí, y sin retirar las prendas que contenía, lo dejó mientras buscaba un cacharro donde poner agua. El tiempo que duró la búsqueda fue interminable y el perrillo no dejó de llorar ni por un solo instante; arañaba el interior del cesto intentando escalar el muro de mimbre que le rodeaba… impaciente… desesperado ante la idea de perder a su salvador. Pero sus infundados temores se desvanecieron cuando una mano caliente y amigable lo izó en el aire sujetándolo por el vientre y lo posó sobre el suelo frente a una bacinilla con agua. El hombre miraba hipnotizado el cuadro mientras el pequeño animal saciaba ruidosamente su sed. Ávido, lanzaba lengüetazos al contenido del recipiente salpicando y salpicándose sin pudor. Cuando, poco a poco, la acuciante necesidad fue a menos, los chapoteos disminuyeron de frecuencia, permitiéndose lanzar miradas hacia arriba buscando a su, ya seguro dueño y salvador.

En un principio, según goteaba el tiempo, hombre y cachorro trabaron sus almas, enhebraron sus vidas dándose significado el uno al otro. Contentos y seguros de si, se paseaban mutuamente con el orgullo del que tiene algo que enseñar. El parque se dejaba ocupar como propicio escaparate donde enseñorear dignidades ante la envidia ajena. Ambos gozaban: El hombre, ante tantas muestras de lealtad y cariño y el animal, henchido de atenciones y alimento. Era novedad para una mente previsible por su propia simpleza. El tipo se maravillaba por el poder recién descubierto, por ese “no sé qué” que mantenía al animal sujeto a sus faldones cuán desatado cordón al humilde zapato. Charlaba a diestro y siniestro con orgullosa prestancia mientras el animal olisqueaba las traseras de los otros perros del lugar. Arremolinados en alegre algarabía, hombres y perros requerían nuevas sobre el feliz ayuntamiento hasta que un día, víctima el amo de cierto agobio, alejó al can de su exitosa reunión social con un brusco tirón de correa dando, con cierto desdén, por concluida la reunión. El perrillo, herido en su sencillez, no comprendía tamaño desprecio al divertimento y a la felicidad. Gemía sorprendido mientras se retrasaba a su jefe intentando retomar lo abandonado. Tirón tras tirón y reproche tras reproche llegaron al hogar. Una vez allí, los otrora mimos y halagos se fueron trasformando en brusquedades y desaires cada vez que la hiperactividad del ya-no-tan-cachorro provocaba el más nimio de los trabajos o incomodidades.

Ubicado en un pequeño patio, al fondo, con tres paredes blancas y una puerta a la negrura del pasillo, poco espacio y mucho tiempo tenía para desarrollar su naturaleza. Mucho tiempo para no comprender porqué su amo, otrora feliz y dadivoso, ahora sólo mostraba enfado y fastidio; por qué, ese pasillo que había tras la puerta, nada más que tristeza y temor traían. Su mundo, sin prisa pero sin pausa, se fue convirtiendo en una eterna espera… La comida, el paseo, la compañía de su dueño… Llegó un momento que la espera tampoco le traía nada bueno. La puerta sólo escupía miedo y ninguna de las prebendas añoradas: Comida, la justa y de mala gana; paseo, el necesario para que sus necesidades sólo ensuciaran la calle y no la casa propia… y de compañía, nada, si no era para recriminar todo lo recriminable. Bendita ignorancia la que le hizo pensar que si no miraba esa infausta puerta, dejarían de cebarse en él desmanes e  infortunios; que dándole la espalda a la fuente de todos sus males, retomaría la senda de la felicidad; así es que decidió mirar sólo a la pared. En un principio su vista escapaba del blanco tedio lanzando furtivas miradas de reojo al centro sus temores -la puerta- pero como quiera que la mala vida siguiera saliendo por ella igual que antes, redobló su voluntad y, días después, siquiera se permitía parpadear. Así, sentado sobre sus cuartos traseros pasaba las horas. Comía y dormía de cara a la pared; hasta cuando el hombre lo sacaba del cubículo, el animal lo hacía con la cabeza gacha y la mirada perdida en el suelo, y todo por no pasar el trance de mirar cara a cara a su enemiga: la puerta.  Una vez en la calle, volvían los tirones, patadas e improperios; más tazas del mismo caldo.

En estas estábamos cuando vino el hombre a preguntarse por tan rara actitud. Lo que de nuevas fue extrañeza, de maduras se convirtió en punzante y malsana curiosidad.
-No se está horas y horas mirando a la pared sin una razón, y por muy irracional que sea el bicho,  alguna habrá –Pensó-

En momentos de delirio inquisitorial, dejaba su caliente sofá para, con un arranque de interesada afabilidad, preguntarle al perro. Sabía a pies juntillas que cualquier contestación era imposible, pero el corazón tiene caminos que la razón desconoce y en “premio” a su silencio le regalaba con algún manotazo que otro, a lo que el animal reaccionaba reafirmándose en su postura contemplativa. No admitía que aquel insensato fuera el mismo que le había sacado de la basura, no podía admitir  que semejante trasformación existiera en los humanos. El hombre, en su soberbia, se resistía a pensar que aquel maldito perro pudiera sumirle en semejante incertidumbre y haciendo acopio de  toda la desquicia que era capaz, volvía a la carga… Y patada a patada regresaba poco a poco a una provisional cordura, antesala de otros desatinos.
-¡En qué estaría yo pensando cuando te saqué de la mierda! Rezaba de vuelta al sofá.

         Y así pasaban los días: Penando como si no hubiera más remedio. La blanca pared, por oposición a la maldita puerta, se fue convirtiendo en el fin más que en el medio, en la meta que buscaba jornada a jornada como cotidianidad alternativa. Cualquiera que observara la escena desde fuera, tendría serias dificultades para discernir si su mirada terminaba en la encalada superficie o iba más allá, hacia  alguna luz que diera cuerda a su monótona existencia. Cualquier ser consciente hubiera pensado en la diferencia existente entre el camino de la vida y el camino hacia la muerte,  pero en el animal se traducía en una pena infinita, maciza, perversa; llena de frustración ante lo desconocido e inexplicable.

         Quieran los hados que un día, mientras el hombre paseaba su miseria colgada del collar, el animal observó con sorpresa un contenedor de basura desusadamente familiar… ¡Sí! Es aquel del que le sacaron para dar con sus huesos en este mundo. Allí estaba, con su tapa anaranjada y sus ruedas negras, allí estático y misterioso. Entre tirón y tirón, la visión de aquel objeto no hacía más que querer sacarle los ojos, su estómago desapareció dejándole un hueco incómodo. Al doblar la esquina, su mente rumió y rumió, la perturbadora imagen tensó sus músculos y redobló su pena hasta hacerle gemir de forma escandalosa, lastimera. En esas estaba cuando, en uno de los tirones, la correa se soltó del collar sin que el humano se diera percato de ello. Como rama que se traga el remolino, algo dentro de sus instintos dio la energía suficiente a sus patas para que volviera sobre sus pasos en frenética carrera. Desdoblando la esquina y aprovechando el impulso de su veloz carrera encaramose de un salto dentro del contenedor que le vio nacer.


Ni tan negro ni tan frío como lo recordaba, sólo quiso que alejarse del desapacible amo que el azar le dio y acurrucándose entre la mierda esperó que no le encontraran y que otro sueño viniera pronto.



                                                                     Aldade

martes, 11 de junio de 2013

Versos 003

 Queridos Colocotrocos: Antes de aburriros con otra historia por entregas, aquí os dejo este poemilla expresamente dedicado a aquellos de mis súbditos que, teniendo inquietudes varias, se despanzurran en el sofá  dejando que se filtren entre sus grietas -las inquietudes, digo-; y no es que no sean libres para hacerlo, sino que después, llegado ese momento que tenemos todos, te queda un mal sabor de boca "que pa qué"





                                         VERSOS 003

                       Tiemblas ante el tiempo sin sentido.
Raudo se escapa el alba.
Ser viejo sin antes haber vivido.
Presto se viene el ocaso.
¿Es falso que estamos de paso?
Ganar muerte sin vida haber perdido.
Es criando la triste malva,
acaso, donde somos sin haber sido.

                                 Algún día de enero del dos mil.

                                          Aldade

domingo, 9 de junio de 2013

Aquí, esperando la muerte

            


AQUÍ, ESPERANDO LA MUERTE



 La tristeza, queridos colocotrocos, no es un estado del alma que denota melancolía, aflicción o pesadumbre -eso es de ricos-, sino un "no tengo ganas de ná" que te aplatana y empoltrona. Combatirla es tan necesario como respirar; así que ya sabéis, a guantazos con ella.
     Aquí os dejo una alegre historia para contenerla.






           Algo no funciona bien en la silla. Entre meneos y quietudes, percibo vibraciones  y sonidos a los que mi edad ya no concede importancia; es más, quién los tuviera siempre habitando entre los sentidos. Esta cuadriga geriátrica que arrastrada por un solo y escuálido jamelgo no sabe donde aparcar la mortecina alma que transporta.

            Desde que salimos del hospital, no me ha dirigido la palabra; pero no es necesario. Su mente me envía continuos mensajes utilizando todo lo que nos rodea como medio: Una mirada, un silencio, un jadeo, un chasquido de lengua; todo sirve para hacerme llegar su frustración, su rabia... su amor. El sentido de la responsabilidad que tanto tiempo me llevó meterle en ese enorme cuerpo que, como madre, le di, no alcanza para cubrir la desazón y los sinsabores que le causo por no haber muerto aun. Mientras intenta meternos a mí y a la silla en el pequeño ascensor, hago cuentas de lo cruel que puede llegar a ser una circunstancia si se toma a contrapelo; si no se acepta como lógica o normal. Desbasta, raspa, pule, desgarra y destruye lo que en su evolución se pasó de rosca. Si mis silenciosos ciento tres años no fueran un acopio de vidas y moradas, pensaría que esta situación es un castigo personalizado. Una pena impuesta por Dios para hacerme purgar alguna culpa. Pero ni para remordimientos quedan fuerzas, Entre metálicos golpes con las paredes y meneos que buscan poder cerrar la puerta del elevador, recuerdo con envidia aquellas viejecitas centenarias que nos muestran, de vez en cuando, por la televisión, rodeadas de hijos, nietos, biznietos... Caras felices, sonrisas desdentadas, tartas pobladas de velas que siempre apaga cualquiera otro menos el interesado. Un comentarista que, indefectiblemente, llama la atención sobre lo bien que se apaña. “Y cose sin gafas...” “Y pasea todos los días...” “Y come de todo...”. Yo sólo tuve un hijo, que ni marido tuve... Sólo un hijo. Nació de mí, vivió de mí, vive conmigo y conmigo morirá.

           ¡Qué vida más árida! ¡Qué vida esta! El pobre está muy torpe. Algunas veces creo que no podrá conmigo y me dejará en cualquier sitio para que muera y poder descansar de una vez, pero no se atreve. Su respiración se acelera y me envía el mensaje de rabia y amor que espero todos los días.

            Ayer lo pasé realmente mal. No fue dolor, ni miedo, sólo fue vacío. Escuché como el médico le cuchicheaba que sólo se podía esperar lo peor.-Ni que eso que ellos llaman lo peor, fuera realmente así-. Evidentemente olvidaron que, si bien no puedo andar, la vista me abandonó hace años, el habla mucho tiempo ha que desapareció de mi garganta y multitud de otras posibilidades se fueron cayendo poco a poco, el oído y la vida se me pegaron al cuerpo de una manera desaforada e ilógica. Hasta el más leve susurro puede resonar en mi añejo cerebro como un disparo. Con tono grave, pausado, como si de un diario radiofónico en una distante habitación se tratase, comentaban que el desenlace estaba próximo y mi existencia se debía de contabilizar por horas. Qué penoso aburrimiento. Tópicos y tópicos de los que vengo siendo protagonista desde que tenía los ochenta años que ahora atenazan a mi hijo. Siempre supe que viviría mucho, -y así lo hice saber a quien me preguntó-, pero cuando empecé a ver como el saldo de mis quehaceres en este mundo comenzaba a ser negativo, que necesitaba más cuidados de los que yo misma podía prodigar, la aseveración, que en un principio podía considerarse simpática, se tornó con el tiempo en una  miserable amenaza. Todo lo que el mundo puede deber a alguien se paga cuando tienen que introducirte la cucharada de sopa en una boca que poco hace más que babear y además, se da cuenta de ello. Es la humillación un sentimiento que nunca desaparece; es más, se incrementa con la edad. Cuando él me habla con suavidad mientras me pasa la esponja en el aseo, mientras me cuenta las incidencias del día intentando eliminar el eterno olor a orina que, según dice, siempre tenemos los viejos, no puede sacar de mí interior, por más que lo intente, la congoja de verme como me veo y sentirme como me siento.

           Hubo una época en la que su edad y su condición le daban fuerzas para atacar esta y cualquier tarea, pero, como todo, el tiempo presenta sus credenciales cada mañana sin llamar a la puerta y mientras la tarea aumentaba, las fuerzas disminuían y la idea de aguantar por tiempo indefinido se tornaba para él, penosa. Contrató una mujer para que me atendiera, pero viendo ésta lo ardua de la labor no tardó mucho en desistir. Después de la primera vino una segunda... y una tercera, pero todo falló. Una de ellas, incluso, estuvo a punto de librarme de todo esto. Me daba golpes cuando la ausencia de testigos se lo permitía. Su crueldad me sorprendió en un primer momento, pero, poco después y desgraciadamente, me hice a ella. Me llegó a ilusionar la idea de que acabara con mi vida, pero sólo desahogaba sus frustraciones dándome golpes insulsos, como de compromiso, como para que le dejara de picar la mano. Nunca pude quejarme ante nadie de aquello debido a mi inutilidad, pero... de haber podido, nadie se hubiera enterado por mí. Por alguna circunstancia que desconozco, le tuvieron que zumbar los oídos a mi hijo, por que de un día a otro mi potencial salvadora desapareció dejándome sin aquella vana ilusión. ¿Cómo decirle el daño que me hizo su decisión? ¿Cómo hacerle saber que anhelo morir para que su sufrimiento cese? Maldigo la naturaleza que alimenta un cuerpo con la sustancia de otro, y esto lo hace con nosotros. Le veo deshacerse poco a poco y mi corazón no para de latir. Palpita con su declive y parece que con ello, este músculo de mi pecho, sólo hace que fortalecerse. ¿Cómo puedo invertir el proceso y devolverle lo que le estoy robando? Me alegro de no poder ver su cara ni su expresión, pero con el simple contacto de la palma de su mano contra el dorso de la mía o sentir su fría y arrugada mejilla cuando se acerca a besarme, es suficiente para hundir mi alma en los agujeros más profundos del Universo.

          Hemos entrado en casa. La siento fría y la presiento oscura. Me ha dejado en la salita, arropada con la salla de la mesa camilla. Después de quitarme la chaqueta de lana, me ha besado y se ha ido renqueando a la cocina. Desde allí, me llegan sus balbuceantes quejas y sus quejumbrosas llamadas al Altísimo  Dice que hoy el reuma lo tiene baldado y tiene que ser verdad. Oigo, en sus desplazamientos por la casa, como una de sus piernas se deja arrastrar por la otra más que de costumbre. No comprendo como es capaz de mover un peso muerto como yo. Diríase que la evolución de mi inutilidad ha provocado en él una adaptación paralela y de su gran humanidad sólo queda lo justo para poder conmigo. Está preparando la comida. Cualquier cosa que nuestras blandas bocas puedan masticar y nuestros viejos estómagos digerir. La puerta del frigorífico ya no se cierra haciendo sonar las botellas que descansan en ella. Todo en el quehacer diario se ralentiza. Hace poco y despacio. Vuelve a pasar por la salita y me da otro beso.

          - Te voy a poner la tele para que te distraigas, mamá.

El sonido del aparato ahoga, en parte, su  rutinario deambular y a pesar de que mi vista no puede captar sino penumbras, el soniquete que produce, acompaña mis pensamientos. Tengo una enorme sensación de calor en las piernas. Siempre, en invierno, al llegar a casa, me quita los botines negros de piel y me pone las zapatillas de felpa. Ni los unos ni las otras sirvieron para más que para evitar helarme, ya que, si bien, cualquier otro tipo de sensaciones huyó hace tiempo de mis piernas, el sentimiento de frío o calor se agudizó... – Lo mismo que la pena – Hoy, cambiármelos le parecerá un acto inútil. Después de lo que le dijo el médico puede pensar que machacar su espalda para tan nimio resultado es inútil. Percibo como se aproxima otra vez hacia mí. Le oigo acercarse y, mientras tanto, me pregunto si hoy será capaz de sortear el escalón del pasillo. Lleva años blasfemando a costa del maldito escalón. Para llevarme al cuarto de baño o al dormitorio tiene -obligatoriamente-, que salvarlo y para ello encargó unas cuñas de madera con las que las ruedas de mi silla pudieran hacerlo, pero con el pasar  de los años y sus reumas, el asunto se tornó arduo. El simple hecho de levantar la pierna le supone un esfuerzo extraordinario. Él no quiere que me entere, pero ya no domina la situación. Sus roces y jadeos no pueden engañarme. Entre la voz de mis pensamientos y la jauría de dolores que me acosa, siento como me ha alejado de la mesa camilla y, mientras me deja en el pasillo, ante el escalón, va por las cuñas. Oigo como se aleja pasillo adelante y, de las profundidades de la memoria, me asalta el recuerdo de las mujeres que eliminé de su vida. Cuantas putas quisieron quitármelo y yo lo evité. Hoy, ni arrepentirme puedo de ello. Pasó el tiempo del remordimiento... Pasaron todos los tiempos y sólo quedamos los dos y una vida que se arrastra hacia el infinito. Llamo vehementemente a todas mis fuerzas posibles y las reúno en los brazos. Dejo caer pesadamente mis manos del apoyo de la silla al regazo y cubro una con la otra. Siento, entre una espesa niebla de sensaciones, las miríadas de arrugas que las adornan mientras rozo lentamente una contra otra... Despacio... Muy despacio... Qué bonitas manos tenía de joven. Cuidadas, suaves, especialmente creadas para acariciar, para sentir, para absorber sensaciones. Tal parece como si el destino hubiera sabido que la vista iba a durarme poco y hubiese decidido colocar unas poéticas pupilas en las yemas de mis dedos... ¡Ya viene! Percibo el cadencioso arrastrar de su pierna y la simple costumbre me hace esperar el sonido de las cuñas al ser colocadas en el escalón. Pero no es eso lo que llega a mis oídos. Un trastabilleo alocado... Un golpe seco... Un brevísimo gemido y algo pesado que cae encima de mis manos... En el regazo...

Silencio...

            Siento la cabeza de mi hijo entre las manos. Palpo su  cara con la punta de los dedos y no consigo imaginar en que postura se encuentra. Sólo siento sus facciones crispadas y quietas. Toco sus ojos abiertos y un escalofrío recorre mi inútil fisonomía de arriba abajo. Algo espeso moja mis manos. Los ojos de mi alma observan como el rojo líquido de la vida va encharcándome el regazo y a medida que me empapa un fuerte pechizco de felicidad comienza a inundar mi aliento... No palpita su cuello. ¡Está muerto!

              Frío...

           Su silencio me habla como siempre y me llama con voz suave, tierna, de amor infinito, para que le siga...

            ¡Hijo! Ya no tendrás que cebar el aliento de esta vieja. Nunca más limpiarás sus mierdas. Por fin dejarás de emular contento en la voz cuando son penas las que emanan de tu alma y al fin desatenderás amorosamente esta reliquia del pasado, dejándola que muera, para que te siga sin rechistar. Con una sonrisa en los labios y caminando sobre las nubes nos acercaremos juntos allí donde hace tiempo deberíamos estar. Seguro que ya no nos espera nadie y, por ello, será mas grata nuestra llegada.

            Sonrío en lo más íntimo y con el billete en la mano espero la llegada del momento de partir. Al fin venceré a éste tozudo corazón que me ata al suelo y, en breve, dejará de atormentarme con sus latidos. Cuánta razón tenía ese funcionario de los vivos cuando resumía en horas mi vida de siglos y me enviaba a casa para ahorrarse mortajas… ¡Cuanta!

            Por fin el vacío de tantos lustros empieza a llenarse de dulce luz y a medida que se enfría la carne de mi carne que sujeto entre mis piernas, se acerca el momento de emprender el más largo y feliz de los viajes... 





Aldade