domingo, 12 de agosto de 2018

El infame chantaje del reciclado


     La historia del ser humano, del hombre como racional resultado de una evolución que todo lo pudo, esta jalonada de subterfugios; digamos que las edades del hombre se cuentan por excusas artificiosas urdidas para evadir compromisos. Hoy por hoy el medio ambiente vende, todo lo inunda, nada hay políticamente correcto que no pase por su cuidado y mantenimiento; se ha convertido en esa quimera que da pie a los listos para abusar de los que, a la sazón, no lo son tanto.

El roto

     Recapitulemos: Que el medio ambiente está bastante jodido, eso esta claro; que somos los humanos los principales actores de la película, evidente; que está en nuestra mano la solución, seguramente… pero maticemos, que no todo el monte es orégano. El mundo en el que vivimos es un sistema que básicamente se sostiene por el diseño de su evolución en equilibrio; muchas son las circunstancias que rompen ese equilibrio modificando el resultado de la dinámica natural; asteroides, volcanes, terremotos, explosiones solares, etcétera. La naturaleza ha convivido y se ha adaptado a esas circunstancias usando sus propias herramientas, pero su éxito se debe principalmente a que ninguna ha superado su capacidad de reajuste, entre otras cosas, porque esas circunstancias no surgieron específicamente para maltratarla, sino que ese maltrato surge como un efecto secundario; pero hete aquí que aparece en el mundo un bicho capaz de pensar; dicho esto como la capacidad de concebir planes y procedimientos con un objeto determinado… y la jodimos. En mi inane opinión, la aparición en la naturaleza de un animalillo con la capacidad del racional pensamiento fue un mal negocio, porque -y ahora sí- puede fastidiar a propósito, es más, tiene la capacidad para sobreponerse a una naturaleza adaptable para hacer más daño aún… pero abandonemos esta línea que no toca y abordemos la que sí.

martes, 19 de junio de 2018

Sobre la solidaridad


     
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     Nada hay tan identificativo de la especie humana como la solidaridad. Es necesaria, diría yo que imprescindible; y no hablo de la que sucede tras una catástrofe natural o un suceso concreto y traumático, sino aquella que sucede entre humanos, individuales o colectivos, cuando una situación crónica de carencia imposibilita su autosuficiencia. Esa solidaridad, entiendo yo, debe ser, primeramente, eficaz e intentar colocar al receptor en una situación en la que su única y primordial necesidad no sea la supervivencia, y después en rehabilitadora y funcional, enfocada directamente en dotarle de las herramientas para conseguir por sí mismo aquello que necesita. La enorme dificultad que ello conlleva y que pasa, sempiterna, por que la ayuda llegue a quien la precisa y se utilice para el fin para el que se proporciona, necesita de un revolución en su concepto. Tras los sucesos migratorios que se nos presentan día tras día y que algunos llaman crisis y yo llamo enfermedad crónica, se necesita darle una vuelta completa al sentido caritativo de la solidaridad. Básicamente, porque ese sentido sólo indica un sentimiento de superioridad, cuando no de racismo, y además, por lo que tiene de inútil al atender únicamente la primera fase de una acción solidaria, la de socorro, haciendo que, al carecer de la segunda, la necesidad de ayuda se convierta en crónica y, por ende en clientelar.
     Como es de lógica, la mejor forma de detener un flujo migratorio es la de la ayuda en origen, y que así lo entienden y llevan a cabo muchos países, asociaciones, ONGs, etcétera, pero cuando se trata de controlar esa aportación solidaria… con la iglesia hemos topado; en primer lugar, lo que se queda en origen y no llega a salir y, en segundo, lo que llega y choca con la enorme caterva de trabas y dificultades colocadas entre la ayuda y el necesitado receptor. Burocracia, corrupción e ineficacia forman una red en la que se van quedando las aportaciones y que, al fin y a la postre, conducen hacia un resultado evidente: sólo una ínfima proporción de lo inicialmente dispuesto llega y además y de forma habitual, al colectivo equivocado.
      No es motivo de esta disquisición extenderme en elucubraciones y análisis que, aunque susceptible de ello, no lo será hasta más adelante; sino dejar clara mi postura personal y el somero y simple tratamiento que daría a esta situación. Digamos que para organizar el revuelto mundo de los aportes solidarios debemos plantarnos en las siguientes bases:

  • El receptor es un ser humano igual al donante y no necesita caridad, sino ayuda.
  • La ayuda no puede ser perenne, tiene principio y fin. Si esta condición no se cumple, está mal diseñada y hay que modificarla.
  • La solidaridad conlleva cesión de soberanía e independencia por parte del receptor y esta circunstancia no lo es en defecto de la dignidad, sino en pos de eficacia y justicia.
  • No se puede dar a cambio de nada. Si se hace, la ayuda se devalúa llegando, como es común en nuestros días, a considerarse un derecho de obligada dispensación que desemboca en un insuficiente aprovechamiento de la misma.
  • La solidaridad debe prestarse con condiciones, ya que si no es así, estás humillando al receptor.

     Estos preceptos, con ser a resultas de lógica y ética, se incumplen de manera generalizada, de ahí la frustración del donante que constata la poca eficacia de gesto y la desesperación del receptor que sufre una sensación de abandono rayante en el desespero.


lunes, 18 de junio de 2018

Sobre alcanzar metas


           Siempre fue importante fijarse metas, pero con serlo, no lo es tanto como saber de donde partes para llegar a ellas. La gran desgracia de muchas corrientes políticas y sociales no es lo acertado o equivocado de sus fines, sino el erróneo análisis del punto de partida. Todos -o casi todos- estamos de acuerdo en que un fin aceptable para una sociedad futura merodearía en torno a la búsqueda de la felicidad mediante el uso intensivo de la igualdad, la justicia y la solidaridad; pero la intensidad en el manejo de estas herramientas pasa por analizar la situación inicial. Tener en cuenta que en el ser humano -querámoslo o no- anidan la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza es necesario y acertar en las proporciones, también. La visión “buenista” de que el mal de partida no existe y, si aun así, apareciera, sería responsabilidad del que busca el bien, choca con la libertad personal de elegir tu camino, por lo que esta premisa es una quimera contraproducente y que es necesario desterrar si queremos llegar a una situación aceptable en un pretendido destino.

viernes, 15 de junio de 2018

De los derechos y la solidaridad




Vivimos tiempos difíciles, tiempos en los que racionalizar determinados acontecimientos se me hace, a la sazón, complicado. Es posible que esta subjetiva visión del momento sea más fruto del devenir de mis pensamiento que del análisis real y objetivo de los acontecimientos, pero en cualquier caso, es esta impronta la que marca día a día un estado de ánimo, diríase, poco satisfactorio. Viene a cuento como una de las razones de lo que digo, el éxito que tiene exigir derechos a voz en grito y a todos los aires. Me hace recordar aquel refrán que viene a decir eso de “el que no llora no mama” y que, al contrario que otros, me parece resultado de una aguda observación y certero análisis. Por todos lados brotan solicitantes anónimos o señalados que, furibundos, atropellados y vilipendiados, esgrimen su derecho a tal o cal cosa con la intención de resarcirse frente a una sociedad cicatera e injusta que les oprime… y digo yo: tan insensibles somos los receptores del mensaje que no nos ponemos todos a una para satisfacer tanta petición desesperada, tanto grito desgarrado… y ahí surge una mis múltiples diatribas: ¿Como separar el grano de la paja? Entre ese galimatias de individuos y colectivos tan injustamente tratados, quien es realmente el sujeto de abuso y tropelía y quien no; quien, victima de desconocimiento, solicita lo que cree corresponderle y quien, a sabiendas de lo torticero de su argumento, tantea aquello de “a rio revuelto, ganancia de pescadores”