jueves, 11 de septiembre de 2014

Sobre nuestra manera de gestionar la catástrofe



En su perenne y estúpido egoísmo, en su mezquina prepotencia, se arroga el ser humano ser el creador de la estética y el garante del orden; son estas algunas de las ideas que avocan este minúsculo planeta al caos y la degradación. Nuestra soberbia nos lleva a pensar que todo lo que nos rodea está para servirnos y que –llegado el caso- si no nos sirve bien, “Dios proveerá”, porque hasta en esa torticera pretensión descargamos nuestra responsabilidad en “otro”. Avanzamos descoordinados, a empellones, desarrollando la copa sin preocuparnos de la raíz de este árbol que nos sostiene obviando todos los avisos de descuaje que se nos presentan. Descorazona pensar que la inmensa mayor parte de nosotros navegamos en esa dirección y que la creencia en estos paradigmas, solo hace que colaborar en el derrumbe de nuestra insostenible civilización.

        Somos el fallido resultado de una maravillosa concatenación de circunstancias; y el que considere defectuosa nuestra especie, y por ende, la civilización creada a nuestro alrededor, no es el resultado de una ocurrencia momentánea, sino de una no deseada consecuencia de mi personal sentido común.
El ser humano es consciente de sí desde ayer; un suspiro del mundo contendría miles de nuestras generaciones, y sin embargo pensamos ser algo en el universo; un universo del que formamos parte por casualidad y que nunca reparará en nosotros; hagamos lo que hagamos. Pero, a pesar de todo y en contra de lo que pudiera parecer, nos queda algo, un remanente, un poso de cordura que bien llevado, puede salvarlo. Es improbable que esto ocurra, ya que el deterioro de nuestra sociedad es intenso y sus vicios están grabados a  fuego en su piel. El egocentrismo a ultranza, la avaricia, la violencia, la territorialidad intrínseca al hecho de creerse superior a otros, el desorden, la desidia no podrán atajarse en tanto y cuanto nuestras insustanciales mentes sigan pensando que la propia libertad es más importante que la de otros y que las leyes son sólo válidas en cuanto nos favorezcan.

Hemos remodelado el mundo desordenando aquello que nunca lo estuvo y, lo que es peor, haciéndolo feo; feo hasta la monstruosidad. No entendemos que la lógica,  la estética y el orden son la base del universo que nos rodea y que estas características sobrevuelan sobre cualesquiera otras haciéndolas inanes en cuanto a su insignificante magnitud. La ética nació con el raciocinio del ser humano y es tan importante para nuestra existencia como insustancial para el universo. Ninguna de las especies que nos rodean, salvo la nuestra, se pregunta sobre la bondad o la maldad de sus actos, sobre si esto o aquello es consecuente o necesario, simplemente evolucionan en virtud de todos los factores que la influyen; su existencia transcurre en una atmósfera que podríamos llamar de “seguridad matemática” donde a toda acción, sucede una reacción previsible y lógica, y esas mismas circunstancias rigen los destinos generales de todo. Y es aquí donde entra en juego esa circunstancia que nos afecta. Nuestro raciocinio ha trastocado un orden forjado a través de siglos y siglos llevando la aldea en la que vivimos a una situación cercana al límite.            Es imperativo encontrar la salida restañando los desmanes causados y encontrando cauces para limitar la actividad humana lo suficiente como para que el planeta pueda sostenerse y sostenernos y eso, nos duela o no, conllevará una notable pérdida de libertades. Es de desear que esa pérdida se emplee en fortalecer el bien común, pero conociendo el devenir humano, mucho me temo que será aprovechada por unos pocos en contra de otros muchos… como siempre. La libertad es un capital social, y como tal, está sujeto a negocio, a especulación, a enajenación, a requisa y a un sinfín de manejos más de los que sólo unos pocos son lícitos, estando supeditada esa licitud al fin en que se emplee.   Espero equivocarme, pero el mundo que dejamos a nuestros hijos no será mejor que el que recibimos de nuestros padres, estará hipotecado hasta el corvejón y -lo que es peor- con una orden de desahucio inminente. 

Luis F. de Castro

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