sábado, 25 de abril de 2015

Solos

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 Como todos los días, Nacho es el primero en llegar. Pide la primera de las tres cervezas con limón que caerán esta tarde y –al igual que siempre- sienta su corpachón a la vera de la mesa desde donde mejor se ve la tele. Sus cincuenta años y la invalidez permanente por esquizofrenia dejan mucho tiempo y gran parte de él, lo derrocha esperando. Es un tipo poco hablador; prefiere observar y sonreír mientras escucha las diatribas que se cruzan entre José y Daniel. Sus dos amigos no le requieren al diálogo: le conocen bien y a lo sumo, le preguntarán algo que con un monosílabo como respuesta, va que se las pela. Ellos saben que es difícil rebuscar en sus pensamientos; los tiene bien escondidos en el último estofado de lentejas que hizo su mujer antes de abandonarle. Tal vez un mínimo gesto, un ademán, una pasajera mueca podría indicarnos el camino hacia su interior… pero no: dos escuetas palabras sirven para informarte que has errado, que su mente va por derroteros esquivos dejándote la impronta de que algo sabe -y lo calla-.

José y Daniel entran juntos en el bar. Ya traen el debate en bandolera y, con ellos, el mortecino establecimiento que dormitaba al soniquete del telediario, recobra algo de la vida que alguna vez tubo. Saludan a Nacho dándole la mano; primero uno y después el otro y cada uno le dedica una tonta frasecilla de las de rigor. Ellos no piden de beber; no hace falta: sus gustos son de las pocas cosas que el viejo barman recuerda por encima de sus muchos años y a pesar de ello, tardan buen rato en ver como dos carajillos y unas pocas aceitunas se arrastran renqueantes hasta la mesa. Poco después, las mismas fichas de dominó de toda la vida, vienen a animar momentáneamente el tedio
Ambos se conocen tanto como conocen a Nacho y en sus tertulias de partida flota un ambiente de complicidad, de íntimo y mutuo perdón. José es impulsivo, inteligente y algo mentiroso y Daniel diabético, crítico y calculador, pero entre todos, se soportan. El conglomerado es perfecto para pasar una tarde caliente y segura haciendo sonar las fichas sobre la mesa. Una mesa donde el regusto de sosiego no se pierde ni cuando José suelta alguna de sus baladronadas que, a ciencia cierta, no habrá por donde coger. Nada importa: hablarán de ella igual, porque Daniel tiene respuestas para todo y Nacho, con sus silenciosas sonrisas, también.
Mucho le pasan por alto a un José que si no fuera por estas horas de la tarde, no tendría ante quien presumir de salud. Hace tiempo que no trabaja porque –según dice- nadie quiere su edad “¿Quién habría de quererla teniendo a su disposición jóvenes moldeables y duraderos…?” y los otros asienten, aunque piensan que otras cosas tiene peor que la añada.
Daniel, el pobre, bastante tiene consigo mismo, sus achaques y el más asqueroso de los caracteres. Qué seria de él sin alguien no se lo reprochara a menudo. Lo que no saben sus compañeros es que les deja ganar; no vaya a ser que le abandonen por aburrimiento.
Entre sorbos y sentencias, dimes y diretes y arres y sos, pasa la tarde y cuando Nacho levanta el brazo para saber que se debe, faltan exactamente cinco minutos para que desperdigados hacia sus vacías casas, los tres vuelvan a encontrarse con la nocturna soledad de todos los días.


Luis F. de Castro

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