viernes, 5 de junio de 2015

La evolución tranquila



 Hubo un tiempo en el que la actitud de alguna persona cercana llamó mi atención. Acciones como tirar, romper, destruir, etc significaban para ella hechos trascendentes, eran acciones cuya importancia superaban -algunas veces en mucho- el valor del objeto tirado, roto o destruido; eran situaciones en las que, al menos eso parecía, debían tomar partido opiniones más fundadas que las meramente ocasionales. Eso de arrojar a la basura un palo podría ser tomado como una irresponsabilidad si antes no pasaba por el período de descanso en la caseta, el turno de apilado en el cobertizo y el duro casting de reutilización. Poco a poco se fue aclarando la razón de este comportamiento. Eran tiempos de recursos limitados, de escasez -si no de penuria- y el hecho de hacer desaparecer algo que costó tanto conseguir, significaba una flagrante inmoralidad.

Seguramente pensaréis que os voy a soltar una arenga sobre la sostenibilidad, el reciclaje o la reutilización de los recursos ¿no?… pues tenéis razón; pero no en el sentido que pudiera parecer.
Llevo algún tiempo -quizá demasiado- escuchando a diestro y siniestro mensajes que me preocupan, mensajes que, amparados en una preocupante situación, abogan por un “borrón y cuenta nueva”. Revolución, ruptura, demolición, son conceptos utilizados profusamente en la oferta de soluciones a los problemas que afligen estos tiempo y, en mi opinión son términos lo suficientemente trascendentes como para que se manejen de forma tan superficial.
Donde están aquellos que proponían soluciones nuevas a problemas viejos.
No hace falta ser poseedor de una mente preclara para darse cuenta de que la sociedad española es una sociedad vieja producto de una azarosa historia; una sociedad donde se han mezclado culturas, razas, sensibilidades e ideas de muchas y distintas raleas. El tiempo y la obligada convivencia ha ido limando rudezas de forma que la resultante considerada en plazos suficientemente largos ha ido a mejor. Baste pensar que en la década de los veinte del siglo pasado, la esperanza de vida de un español, pasaba en poco la cincuentena y no hace falta recordar por donde anda ahora; o que el analfabetismo rondaba el ochenta por ciento y que el asesinato era una forma normal de resolver disputas, etcétera, etcétera. Además y pese a su edad, es una sociedad no resuelta, imperfecta y mejorable en la que las desigualdades son grandes y la protección al débil muy mejorable, pero que tiene unas bases sólidas y aprovechables.
Un estado social no se construye de la noche a la mañana; son necesarios años de hostias para que, una tras otra, sus valores se acomoden a la lógica, la ética y la racionalidad y así, ir dejando a los lados del camino la violencia, la discrecionalidad, el abuso y todas esas cosas que hacen infelices a la gente.
Las rupturas son buenas, según y como y para definir en su justa medida estas dos circunstancias, se requieren elevadas dosis de racionalidad; no sea que hagamos un pan como unas tortas. Es por ello que la utilización indiscriminada de términos tan -llamémosles- “definitivos” y dirigidos a un pueblo sensibilizado en extremo y, por lo tanto, manipulable sea de irresponsables. Si retrocedemos en la historia, tenemos innumerables ejemplos.
Lo que echo en falta en esta comunidad es un poder legislativo más representativo para que las normas que elabore se adecuen a la sociedad que representan, un gobierno que cumpla y haga cumplir normas y no las promulgue, una administración más eficiente, una educación pública diseñada por técnicos donde se eduque y no se adoctrine, una sanidad que proteja a todos por igual y una justicia rápida, independiente y gratuita en la que confiar. Lo demás, que se lo dejen a los ciudadanos, que ya son mayorcitos y responsables.
No hacen falta rupturas, revoluciones o cismas -¿a qué viene tirar por la borda lo que tanto costó?- sino racionalidad, limpieza y responsabilidad. Buscar y alentar la capacidad, la inteligencia y la honorabilidad y cuando esta aparezca, premiarla con nuestra admiración y no denostarla con envidias y traiciones -muy español, por cierto- y el que robe, mienta o abuse, que lo pague.
Eso, solo eso.



Luis F. de Castro

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