jueves, 17 de octubre de 2013

La silla vacía

   
     Queridos súbditos: Hete aquí que una de mis "lideresas" -¡menudo palabro!-, requiriome para la redacción a vuelapluma de un sentimiento. El susodicho sentimiento versa sobre la inspiración provocada por una imagen fotográfica que ella proporcionó y que incluyo a continuación de este párrafo. Tamaña empresa convenciome y como uno es de naturaleza servicial y hacendosa, púsose manos a la obra. El resultado del desmán no es otro que el que os ofrezco. Espero que no os deprima en exceso.
     ¡Ah! la antescitada lideresa atiende a sus admiradores por el apelativo de 12:45 pm. Original: ¡a que sí!




                           La silla vacía.

    De fastos y boato, de derroche y desperdicio, de estafa y usura, de cretina necedad la atmósfera me rodea.
    Sumida en guerras donde siempre gana mi lobo estepario, no encuentro la superficie en este mar de fango; la línea a partir de la cual regalarme una bocanada de aire respirable.
    Las sienes me atormentan palpitando al son de la catástrofe; millones de puños oprimen un cerebro desquiciado siempre a punto de resquebrajarse en su infinita fragilidad. Es la ciega necesidad de terminar, dar fin una vez se acabó el plazo. No caben prórrogas, y sin embargo... poner fecha a la propia muerte despierta las ganas de vivir. Algún yo interno intenta alargar la medida del tiempo, hacer que el reloj se ralentice hasta detenerse, porque, sin querer, acabas de crear una meta de transgresión.
     Quieres, necesitas desobedecerte.

     El ábrego viento saca mi pensar del bucle en el que lo encarcelo y despertando al mundo caigo en que mi pesada carga reposa en la silla que tengo a la vera.

     El día es bueno; la temperatura agradable y el incipiente otoño no ha conseguido cambiar el paisaje. El tibio sol y el murmullo de las olas que rompen contra el acantilado, allá abajo, juegan a adormecerme inútilmente. Los veraneantes ya se fueron llevándose consigo sus colores y algarabías, dejando la lejana playa con la serenidad de lo triste. No hay niños que me distraigan con sus gritos, ni vendedores que voceen, ni sombrillas que oculten, solo la amarillenta inmensidad de la arena y nada que me obligue a seguir viviendo.
      
    Mi mundo revolotea entre las que otrora fueran penas y alegrías cotidianas y hoy sólo amargura y desazón.

      Jacinto, mi querido amor, sigue ahí, pegado a su postura casi inanimada, con la mirada fundida en el horizonte de un Mediterráneo que se enfría. Sus ojos miran sin ver y yo, sentada sobre la misma piedra de siempre, desespero ante la vida que se pierde en su interior, que se difumina hasta perder todo atisbo de sentido. Cuantos recuerdos se añejan, pudren y desaparecen en el interior de su cuerpo impávido; cuantos sin que nada o nadie pueda evitarlo. Sus manos, en tiempos fuertes y rudas, reposan hoy arrugadas, traslúcidas y temblorosas sobre su regazo. Ya no me acarician, ya no me sujetan, ya no me conocen. Cuanto daría por un beso suyo, y cuanto por un brillo de sus ojos, o una sonrisa. A duras penas recuerdo ya su voz, sus excusas, sus chistes malos; aquellos pisotones en el baile, sus salidas de tono con los niños... y sus celos. Hace tanto ya que no somos nada para él que a punto estuve de olvidar lo que fuimos el uno para el otro.

     Fue cuando nació Manuel, el mayor; entonces me prometió traerme a la costa para que mi castigado cuerpo se recuperara de un arduo embarazo y un parto doloroso. Compró la casita de la plaza -según dijo-, solo para mí; pero no consiguió engañarme: él la necesitaba más que yo. Desde entonces, todos los veranos los pasamos aquí, a orillas de un mar agradecido y cariñoso que nos dio más de lo que le pedimos. Mientras la niñez de los hijos lo permitió, ningún año hubo que la casa no nos recibiera uno o dos meses y que sus pocas habitaciones se llenaran del caos y el barullo que acompaña a la infancia y a la felicidad. Jacinto trabajaba mucho en la zapatería y cuando nació José, el segundo, y tuve que dedicarme en exclusiva a ellos, necesitó hacerlo mucho más. Algún verano tuvo que conformarse con acompañarnos solo los fines de semana. Eran fines de semana de ilusión y reencuentro. Los niños le idolatraban, sentían verdadera pasión por él y, saltando a su alrededor, pedían besos y regalos como quien pide de comer y Jacinto nunca les defraudó. Con el tiempo fueron creciendo y añejando y poco a poco necesitándonos menos. Uno tras otro -los cuatro-, abandonaron el nido llevándose la alegría y dejándonos la necesidad de uno por el otro. Fueron años de serena tranquilidad. Cuando ninguno quedó ya en casa, volví al trabajo. La zapatería no me necesitaba, pero el eco de la casa vacía me era incómodo y él me aceptó a su lado allí también.

     Fuimos felices en ese tiempo; serenamente felices, sin estridencias. Vivíamos sumergidos en un océano oleoso sin roces ni desgaste, donde la vida pasaba despacio y el tiempo deprisa; donde cada arruga era una anécdota vital y cada achaque una historieta que contar a los vecinos. A los chicos los veíamos poco -nunca es bastante-, pero estaban ahí, a nuestro lado, dejándose ayudar y haciéndonos envejecer con sus problemas y alegrías, con sus idas y venidas. Luego llegaron los nietos con nuestra jubilación bajo el brazo y la necesidad acuciante de servirles en algo. La casa de la plaza se llenó de nuevo de vida y Jacinto se sintió dios en la confesión intramuros. La horas sin sus hijos de antaño se convirtieron en un trofeo conseguido con sus nietos; los veranos con ellos se volvieron sangre para unas venas sedientas que empezaban a acartonarse.

     -¿Qué día es hoy?

     -Martes, Jacinto, martes...

     Al igual que las grandes obras comienzan con algo tan ingrávido como una idea, mi infierno, nuestro infierno, empezó con una simple pregunta; y a esa siguieron muchas más hasta que toda su existencia se convirtió en una pregunta.

     Los primeros meses y como quien esconde la cabeza en un agujero, todos volábamos a su alrededor temiendo aquello que sabíamos, rozando sin tocar; hasta que el diagnóstico fue tan categórico que aquellas miradas de preocupación se convirtieron en súplicas y quebrantos.

     -¿Y ahora qué hago?

     -Ahora tienes que desayunar, Jacinto… ¿Te has lavado?

     -¿Y por qué tengo que lavarme? ¿Quién es ese…?

     -Tu nieto, Jacinto, tu nieto.

     Los despistes se convirtieron en distracciones, las distracciones en olvidos y estos en una implacable incineración de la memoria. Su cuerpo, aún viejo, se soltó de la mano de su mente y dejó a esta vagar libre por los páramos de la soledad: había comenzado su viaje hacia ninguna parte, una irrefrenable caída hacia las vacías cavernas del Alzheimer.

     Desde ahí, mi tiempo se fue desviando progresivamente a su atención, hasta que todo él quedó de su inconsciente propiedad; en su interior se desarrollaba una cruenta batalla contra los ladrones de recuerdos, una batalla sorda que estaba perdida de antemano y en la que no se me dejaba intervenir. Al poco, hasta los golpes de mal humor desaparecieron y en su huida, se llevaron el control de su cuerpo y la mitad de mi vida. La otra mitad ha ido consumiéndose desde entonces. Los hijos propusieron soluciones, infinidad de soluciones; la mayoría de ellas descansaban sobre la idea del abandono, sustraerlo de mi cuidado con la inocente pretensión de apartarme de la más sagrada obligación… y me negué. Se fueron con sus vástagos, sus perros y sus cacharros dejándome con mi amada carga y la fecha de caducidad marcada en el corazón.

     Me alcanzan gotas de agua. La sal despierta mis labios y compruebo que la brisa se ha hecho viento sin avisar. Miro a Jacinto y veo que su mirada se ha vuelto vítrea. Parpadea intentando impedir que el húmedo mensaje del mar interrumpa la vista del infinito que tiene desde su vieja silla.

     -Ya es la hora, Jacinto. –Me levanto trabajosamente sin conseguir atraer su atención y –despacio, muy despacio- cojo una de sus manos. Tiro de él con suavidad obligándole a levantarse y lo hace sin oponer resistencia. La silla le deja ir. Con pasos cortos, titubeantes, imprecisos, recortamos los pocos metros que nos separan del borde. El mar nos llama con verbo monótono y consistente. Una inmensa ternura me invade cuando, cogiéndole de la barbilla, le obligo a dejar el infinito para que me haga el centro de su indeterminado mundo… Quiero besarle antes de… con un gemido se escabulle para continuar con la contemplación de la nada y resignada, le beso en la mejilla. Un beso largo y solitario.

     El mundo se aleja de mi cuando le veo caer hacia la salvación y estrellarse contra las piedras en una orgía de brillos y espuma. Al fin cuerpo y mente acompasaron sus destinos sobre las rocas del acantilado.

     Es hora de acudir a la cita.

     Es mi turno…

                                                              Luis F. de Castro

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho. Casi me pongo a llora
    Besos.

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    1. Gracias por atreverte con el cuentecito.
      Siempre es agradable saberse leido.
      Un saludo.

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