lunes, 24 de junio de 2013

Cagabicho

Qué desgraciado individuo este. Gracias a los hados, en Colocotroco las bebidas alcohólicas, no provocan adicción. Aquí, el camino hacia la borrachera se para de golpe en "el puntito" y, creedme,  de ahí no pasa aunque te bebas el Nilo. ¡Bendito reino!


                                                                                                                  Dibujo: F de C


                                                           CAGABICHO                       


                        Cuando el calor obligaba a desahogar el cuello de la camisa y derretía en gotas de sudor la piel del cráneo; cuando las tardes invitaban a siesta y la cegadora luz de un estío inclemente se desplegaba por todos los rincones; por allá, calle abajo, iba Cagabicho. De un lado para otro, cuan ancha fuera la calle, caramboleaba su cuerpo sin rumbo definido, dejado de la mano de la gravedad y de los vapores de un mal vino y sólo contenido por dos filas de casas blancas y dormidas, como infranqueable frontera. Perenne figura aquella que el tiempo no ha logrado envejecer ni un ápice; constante en el devenir de los años, su quebrado perfil no ha dejado de dar tumbos por la vida de unos ciudadanos tan lejanos y expectantes como si de habitantes de otro mundo se tratara y que, a pesar de creer saberlo todo, poco más que esa aguardentosa voz que se pierde calle abajo, conocían.

                        Ya bajo de puro menguado, escueto, nervudo, lleno de tendones y callos hasta en los más recónditos y oscuros rincones del pensamiento, nunca se conoció familia que le acogiese ni amigos que lo tratasen. Nunca mezclose con gente conocida ni trabose en perorata con paisano alguno: más bien, las suyas, lo eran con el sol y la luna, con el viento y el frío o con el alma de algún muerto, que para el caso,  mayor entendimiento le mostraban que el resto de los que en el pueblo han sido. Y es que Cagabicho no nació; su niñez debió escribirse en la corriente y se perdió río abajo, su juventud tuvo que ser pasada por alto con la aviesa intención de presentarse ante todos como es, como ha sido siempre: un intemporal icono de la más lúgubre de las historias. A Cagabicho nadie lo vio nunca sereno, ni derecho, ni cara a cara, nadie le preguntó quien era o como estaba y siempre se dio por supuesto que su vida no era más que el espejo del más ancestral de los pecados: la insidia.

                        Su rostro colgaba de un extraño y ralo matojo de pelo, primero en una amplia frente, luego, ojos hundidos, negros, profundos, casi sin pupila; siempre a medio cerrar, y una nariz respingona de cuyos agujeros sobresalían fuertes y negros pelos a modo de mala hierba. La boca, grande y blanda, era capaz de cerrar sus labios hasta límites insospechados, sin que los dientes, que brillaban por su ausencia, sirvieran de cortapisa. De cuello para abajo, casi todo su cuerpo era una incógnita. Sólo el volumen de una vieja chaqueta gris de finas y casi invisibles rayas verticales y unos anchísimos pantalones que gracias a una cuerda y a duras penas, se  mantenían  en su sitio, hacían presuponer que dentro había algún tipo de vida animada.

                        El suyo era un cuerpo para el trasiego de vino y de historias, que ciertas o no, contaba al viento de la noche, y al perro de la esquina, historias que hablaban de un héroe de la guerra civil sin cuyo concurso, la victoria final hubiera sido una quimera y de la que, como pago, solo recibió un bayonetazo en la nalga, que hablaban de un íntimo amigo y asesor imprescindible de “don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios”, que hablaban de amoríos y desengaños con hembras de bandera, pero… ¿dónde está la verdad en el reino de la embriaguez permanente? lo único realmente grabado sobre la piedra era que existía malviviendo amancebado con los vapores del alcohol; lo demás, “mentiras de un borrachazo degenerado”.

                        Deambulando a lo largo y ancho del pueblo, nada se escapaba a su etílico interés: el cubo de basura, la pareja de enamorados, los chicos que corrían a la salida del colegio, cualquier cosa ocupaba su tiempo entre trago y trago. Todo era digno de comentarse desde la atalaya. Arrastrando las palabras cuerpo a tierra, iba desparramándolas con la cadencia de una radio en la lejanía, dejando improntas de su lengua de trapo allá donde ni el eco sabe como actuar y llenando todo el espacio de su imponente presencia. Aparecía como el sol de cada mañana y usando esa verborrea monocorde a modo de pregonero, anunciaba su presencia con la suficiente antelación para que niños y mayores ocuparan sus cómodos asientos en el teatro de a vida.

                        El mercado, la plaza de España, el puente romano, eran mudos escenarios de sus bamboleos y correrías; cualquier sitio era bueno para consumir la botella de vino y la lata de sardinas con la que algunos pagaban su tranquilidad o la de su negocio, y es que Cagabicho vivía de su cuerpo, chantajeando con su presencia incómoda y ruidosa a los mesoneros que, con tal de no tenerlo ante su negocio, eran capaces de pagar su presencia ante el del vecino. Con su botín, el haragán buscaba refugio donde hacerle los honores a la pitanza. Así casi todos contentos. Después del ágape, una infame colilla de las del suelo, hacía las veces de puro habano, y así, viendo las volutas de humo escapar hacia lo alto, nadie podría decir que una cena en el mejor restaurante de la capital le hubiera sentado mejor. Quién osaría molestarle en aquel momento sin el temor a estar interrumpiendo algo importante… Pasado el tiempo y reposada la comida, recogía cuidadosamente sus bártulos y buscaba algún rincón donde orinar: la rueda de un coche, un oscuro portal o el río podían convertirse en letrinas improvisadas. Con el descaro del que no tiene nada que perder y mucho que provocar, cualquier sitio era bueno para él y malo para el resto.

                        Su fama, idealizada, había adquirido una tonalidad pedagógica y moralizante:  Cuando una situación necesitaba de un ejemplo negativo.- ¡Ahí estaba Cagabicho!. Si el niño no comía... ¡Qué llamo a Cagabicho!. Si la borrachera era grande... ¡Cómo la de Cagabicho!. Si se definía a alguien despectivamente... ¡Igual qué Cagabicho!. Alguien  hubiera extraído rentabilidad del popular despojo si no llega a ser que un día, sin saber muy bien por qué, se cayó en la cuenta  que nuestro hombre ya no estaba. Como charla de bar o mentidero de modistillas, surgió el tema de su vacío y todos ponían su grano de arena en las especulaciones que siguieron, pero, poco a poco, sólo el recuerdo de su titubeante deambular por el pueblo quedó como cierto. -Se lo han llevado al psiquiátrico... que ya era hora. -Se habrá caído al río y so lo llevó la corriente...

                        A partir de ese día, el personaje que vagabundeaba por las calles y las plazas, pasó a deambular por los corazones y la memoria de los habitantes del pueblo, bebiendo y orinando en la mala conciencia de unos y contando historias en la limpia conciencia de otros, sin que su pedigüeña boca sirviera, nunca más, para calmar los hipócritas remordimientos de algún conciudadano.


                        El mito se había consumado.

                                                                                             Aldade


2 comentarios:

  1. Y como nadie es imprescindible pero si necesario, pronto tendran otro Cagabicho. En todas partes hay uno. O mas.

    La pela pa Celtas

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  2. Gusto me da, Pela pa Celtas: Cagabichos los hay a patadas, el problema es que los motivos para que te consideren de otro planeta se han diversificado y hoy dia, cualquier cosa puede ser motivo para considerarte como un bicho raro.

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