miércoles, 10 de julio de 2013

Alfonsito delicado

     
Queridos Colocotrocos: Hoy me he hartado de insípida moralina, y como es tan indigesta, la regurgito. La historia de Alfonsito es la de un tipo que, a pesar de su extremada juventud, se da cuenta que ser diferente -aunque sea para bien- sólo trae desgracias y que la mejor manera de sobrevivir es pasar desapercibido haciendo ver que ni eres quien eres, ni sabes lo que sabes. Evidentemente, en nuestro reino eso no ocurre. Aquí analizamos al individuo, y primando su libertad, se le educa en el fomento de sus habilidades con vistas al mayor beneficio individual y social... ¡como debe ser! 




ALFONSITO DELICADO


     Alfonsito era un niño delicado,  frágil;  con propiedad podríamos calificarlo de quebradizo; al menos eso le pareció a la matrona el día de su nacimiento cuando le vio salir de allí dentro tan pequeñín, tan brillante y tan blanquito.

     Y las expectativas se fueron cumpliendo. Alfonsito se doblaba con nada, cada poco había que llevarle al hospital porque algo en su cuerpo había tomado una de esas posturas que tanto nos asustan. Era raro el día que su cuerpecillo no se adornaba con algún ostentoso vendaje, o se vencía bajo el peso de alguna pesada escayola. Una pierna, un dedito, una clavícula, cualquiera de sus ligeros huesecillos  podía venirse abajo en el momento menos indicado. Era tan flojo que hasta la voz se le quebraba cuando, llevado de algún arrebato, intentaba levantar el tono.

     Al principio, sus desgracias le hicieron ser objeto de lástima, pero como todo en este mundo, la abundancia de estas, hizo que la gente que le rodeaba perdiera su interés por él y la lástima se convirtió -en los mejores casos- en burla. Los niños del colegio, que en un principio le invitaban a sus juegos, poco a poco fueron dándole de lado porque siempre se los fastidiaba. Uno tras otro, todos los días lo mismo: el juego se acababa rápidamente cuando Alfonsito se rompía o doblaba algo, así que, lo que tenía que llegar, llegó, y el chiquillo quedó relegado a un olvidado rincón del patio donde pasaba los recreos leyendo libros.

     Un día que, como siempre solo y escayolado de un brazo, leía bajo el olmo del patio, un pollito de gorrión que vivía en uno de los nidos de sus ramas, cayó ante él. ¡Que mala suerte! Aterrizó al otro lado de la verja y Alfonsito, estremecido, veía como el chiquitín, piaba desconsolado fuera de su alcance. Llevado por la desesperación, metió su bracito escayolado entre los barrotes e intentó con todas sus fuerzas acceder a él para ponerlo a salvo. Exasperado, manoteaba con nerviosismo sin alcanzarlo, y cuando la resignación ya se hacía hueco en su corazón, la escayola comenzó a resquebrajarse. Al poco, y ante sus extrañados ojos, su brazo quedó libre, pero… como si de goma estuviera hecho, se doblaba y retorcía sin control. Alfonsito, que en un primer momento se le pasó por la cabeza salir corriendo para pedir ayuda, cayó en la cuenta que ningún dolor le atenazaba y que podía mover el brazo en cualquier dirección… y hasta estirarlo de una manera nada natural. Con los ojos como platos y el corazón a punto de salírsele del pecho, cogió sin dificultad al desconsolado animal y alargando el brazo uno, dos y hasta  tres metros lo depositó en el nido. Poco después, el brazo volvió a su normal disposición sin que nada ni nadie pudieran creer lo que había hecho momentos antes.

     Alfonsito no cabía en sí de alegría. Allí, en aquel apartado rincón del patio, oculto a las miradas de todos, empezó a disfrutar de sus recién adquiridas destrezas. ¡Parecía de goma! Pero no de una goma blandengue y delicada, sino fuerte y recia; sus piernas, sus brazos, su cuerpo, se doblaban, se estiraban, se encogían y agrandaban a su voluntad. Comprobó como, sin ninguna dificultad, podía subirse al olmo y a la techumbre del colegio, como, desde allí, observar a los niños jugando al fútbol, como introducirse por las rejillas de la puerta de la terraza y entrar en el edificio sin abrir la puerta. Estuvo un buen rato recorriendo, alocado, todo aquellos lugares a los que, como niño normal, nunca tuvo acceso y comprobando que sus habilidades no tenían límite… entró en las cocinas del cole y descubrió la bazofia que les daban de comer; desde la ventana del despacho, comprobó como, su madre que, además de viuda,  era un poco disipada, se ocupaba de intimar con el director del colegio y así, ahorrarse las cuotas de su educación; oyó como los compañeros hacían chanza y burla de su disposición a la dolencia y poco a poco, su alegría se fue apagando. Pesó en utilizar su destreza para la venganza, y disfrutar de ella desde lo alto, hacerles desgraciados de por vida, pero, de vuelta al banco desde donde se iniciara su increíble experiencia, cayó en la cuenta que continuar leyendo y actuar como si nada hubiera pasado, era la opción acertada.

     Miró a lo alto y comprobó que con su alocado piar, el polluelo le daba la razón.



                                                                                                        Aldade




                                                                                        

2 comentarios:

  1. ¡Jo! Que triste y bonito a la vez.

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  2. Gracias por tu comentario. Más que triste, y o la calificaría de lánguido.

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