jueves, 2 de enero de 2014

Tratado breve y sucinto sobre como cagar en el campo.

           


               Nada más alejado de mi ánimo e intenciones que resultar soez o maleducado. Nunca -y menos en este caso-, cogí la pluma para plantar reales escabrosos a conciencia de que su resultado llevaría al escándalo y a la animadversión al sufrido lector. Nunca quise aprovecharme de la ventaja que tenemos los del lapicero por razón de la cual, no saben lo que hay escrito hasta que lo leen; aprovechándonos así de la manida política de hechos consumados. Ahora bien, si tenemos en cuenta el extraordinario desparpajo que muestran algunos desarrollando temas tan espinosos como la manoseada violencia, la mentira, el despilfarro y demás zarandajas; me considero con el permiso tácito y ético, concedido por mi propia menda, para estirar ante los que quieran leer y entender este, tan humano tema.


            No sé si en este cochino mundo, o en cualquier otro donde los sufridos cagones seamos mayoría, existirá algún tipo de tratado, manual o índice, sobre este asunto, pero si así fuese, su filosofía, por elemental, sería paralela, parecida o casi-coincidente con este que miran o ven.

 No es que ningún dictatorial dedo nos apunte acusador. No es que – borregos de nosotros – estemos ausentes de independencia de opinión o pensamiento. Ni siquiera es que el hecho de discrepar nos obligue a pensar cómo debemos jiñar en el campo cada vez que arrecien las ganas. Sencillamente es que un acto tan natural, relajante y necesario como el que nos ocupa, no debe convertirse en modo alguno en motivo de  riña o descontento, sino, más bien, en acto de meditación pausada y paciente, así como de solaz para el alma y descanso para el cuerpo.

            Seguramente, alguno de ustedes podrán pensar, y con razón, que es signo de inmensa pedantería elucubrar sobre uno de los quehaceres en el que mayor número de maestros existen en el mundo. Pues bien. ¡Tienen razón! Pero... ¿Quien es el individuo que – éticamente - se atreve a negarme el derecho a polemizar sobre lo que me dé la real gana? ¿Eh...? Existen, repartidos por ahí, enormes cantidades de guías didácticas con títulos tan ambiguos y peregrinos como “Cómo ganar un millón de dólares en tres semanas”; ó “Curso ultrarrápido de Letón Indoeuropeo”; o “Cómo ser buena persona en un par de horas”. ¡Manda carajo!, que diría el filósofo. Temas tan amplios y sones tan melodiosos en manos de liantes y demagogos de tan variada calaña y no voy yo a poder disertar sobre algo que me ha llamado la atención desde pequeñito… ¡Faltaría más!

            Toda nuestra corta vida está rodeada de las obras, que no amores, resultantes de la digestión de ágapes, merendolas, convites, festines, comilonas, banquetes y tentempiés varios y sin embargo, salvo en contadísimas ocasiones, este acto de deshacerse del sobrante pasa desapercibido.

Hay que llamar la atención del raciocinio humano dándole una soberana colleja y recordarle que si por término medio, dedicamos diez míseros minutos a cagar al día, cuando nuestras hazañas vitales lleguen a su fin, habremos estado poniéndonos rojos e inflando las venas de la frente unos siete meses completos. Sin descansos ni paréntesis para tomar el aire, sin excusas peregrinas, sin dilaciones interesadas, sin historias. Siete meses redondos y lirondos. Doscientos diez días echando heces por el culo, cinco mil cuarenta horas orando al Dios del fétido trueno... Y si eso no es bastante para el cuerpo que el Altísimo nos dio, baste decir que por nuestro nobilísimo agujero habrán salido cerca de seis toneladas de caca gloriosa y olorosa... ¡Que asco! ¡Por Dios! Toda una vida rodeado de mierda... Y nosotros preocupados por asuntos tan nimios como si hay un pelo en la sopa o al conserje le huelen los golondrinos. ¡Cuán desproporcionadamente injustos somos!; por no hablar de temas tan sangrantes como el derroche de papel limpia-culos... Otro tema tabú. Cuantos kilómetros de doble capa supra-suave y perfumado papel pasarán entre nuestros glúteos. Mejor no pensarlo demasiado por si nuestro otro yo – el ecologista – decide ponernos un tapón de titanio lacrado en el furaquillo.

            Solamente el hecho de mi tremenda regularidad a la hora de cagar, acompañado del sentido analítico que la Madre Naturaleza me dio, me dan alas para desarrollar un tema en que se dan cita situaciones tan contrapuestas como su frecuencia en la vida y su ausencia en la palabra impresa. Era de suponer que tamaña injusticia no podía pasar inadvertida ante el desequilibrio intelectual de un tipo como yo y que, remangándome todo lo posible la parte más escrupulosa  del alma, me obligaría a nivelar el fiel de la balanza.

            Escenifiquemos mentalmente el siguiente sainete. Domingo mañana. Madrugón justificado por la necesidad de respirar aires serranos. Prisas. Mochilas en el pasillo. Café solo, cargado y estómago vacío – No da tiempo a ingerir nada sólido – Horita y pico en coche entre risas y legañas. Punto y final al asfalto y puertas al campo. Primeras cuestas, primeros sudores y el apretón. Más sudores acuden a nuestra frente mientras los ojos repasan ávidamente los alrededores buscando el  matorral salvador o la roca que pueda ocultan a los públicos ojos nuestro necesario desahogo. ¡Eureka!... Allí está. Disculpas, sonrisas, bromitas y más bromitas. Ya en la intimidad  e inmediatamente después de nuestra ofrenda a la tierra madre, nos damos cuenta de que: No tenemos a mano nada con que limpiarnos. La ansiosa e insensata descarga nos manchó botas y pantalones. Tras una desesperante y asustada mirada a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que hemos servido de espectáculo gratuito a una numerosa familia de excursionistas que, sonrientes, comentan la jugada y que, entre otra infinidad de incidencias, un precioso perrito de aguas esta olisqueándote el culo sin esperar siquiera a que te hayas levantado. Las moscas se relamen. El hambre les hace tomar posesión de la pitanza sin que nadie bendiga la mesa y en su desenfreno, ni cuenta se dan de tu presencia. Ni que decir tiene que tus desgracias no han hecho más que comenzar, pero para desarrollarlas convenientemente y con racionalidad esta desventura hay tiempo... Mucho tiempo.

            Es menester avisar al lector de que la ausencia de dogmatismo por mi parte y la flexibilidad en la captación de conceptos por la suya, deben ser acicates constantes en nuestras relaciones venideras y que sólo debe tomar estas letras como semilla para un perfeccionamiento continuo e ideal en el arte de defecar al aire libre – Que no es moco de pavo –; y que ser de natural autodidacta es virtud tan útil y apreciada en estas lides como en cualquiera otra de este desenfrenado mundo.

            Es necesario, así mismo, hacer notar la necesaria presencia de dos premisas para comenzar nuestra disertación que no, por obvias, deben dejar de mencionarse. Para cagar en el campo hay que cumplir estas dos obligatorias condiciones: tener ganas y estar en el campo ¡Que estupidez!; dirán ustedes... ¡Pues no! Sería no sólo estúpido, sino una tremenda memez, si no fuera que estos conceptos pueden ser esquivos y engañosos en base a los siguientes razonamientos:
           
            De sobra es sabido que hay seres humanos que sin encomendarse a nada ni a nadie se cagan patas abajo. Ya sea por razones fisiológicas, físicas, políticas o mentales, así ocurre y necio sería adjudicar el nobiliario título de voluntariedad a la fuerza de la gravedad, por mucho que los chorretes y estalactitas que de este suceso resultan recuerden muy vagamente, bien es verdad, a medallas y títulos propios de la nobleza. Así mismo debemos aclarar el concepto de campo. ¿Qué es campo? Pues, según mi entender, es campo todo aquel sitio donde te puedes desgañitar cantando el “O sole mio” sin que salga una vecina recordándote que no son horas para semejante escándalo.

            Una vez hemos tomado en cuenta estas dos condicionantes, pasemos a la acción. Antes de esa salida al aire libre que tanto deseamos, debemos ser previsores y precavidos, porque, si bien no siempre nos vemos en la obligación de deponer, existen grandes posibilidades de que el cuerpo nos lo pida, sobre todo si tenemos en cuenta que hay sujetos especialmente sensibles, en este aspecto, a los cambios en la diaria cotidianidad. No tengo que esforzarme en exceso para recordar las fiestas patronales que montan mis intestinos momentos antes de un examen, cuando te ves en la obligación de hablar ante público hostil o desconocido, o en multitud de otras ocasiones en las que las circunstancias te alejan del deambular habitual. ¿Nervios? Quién sabe. ¿Simple necesidad fisiológica?; tal vez. El caso es que –como las meigas– haberlas,”haylas”, y como tal, tenemos que tenerlas en cuenta.

 Primeramente debemos hacer acopio, en la debida cantidad –poca, por supuesto– de polvos de talco o crema hidratante, que sin ser absolutamente necesario, nos va a evitar los consabidos picores y escozores, habida cuenta de lo delicadito que es nuestro querido, amado y nunca bien ponderado ano. Con esto y un poquito del agua que siempre llevaremos en la cantimplora, bastará. Esto, por supuesto, no para limpiarnos, sino por si, llevados de la premura, nos hemos bajado los pantalones en una zona donde realizan trabajos forzados presos condenados a cadena perpetua y que llevan eones sin “catarlo”. En lo referente al tema que nos ocupa los utensilios necesarios para la necesaria limpieza los obtendremos de nuestro salvaje entorno, que para eso está. Nada de papel higiénico, ya que, a pesar de su satírico apelativo, no tiene nada de higiénico para la Madre Naturaleza por muchas y variadas razones, entre las cuales destacan, desde el punto de vista práctico y ecológico, dos: Una: A lo sumo, y si no concurren desgraciadas patologías, cagarás una o dos veces. ¿Para qué llevar todo un enorme royo de infinidad de metros, si con dos hojitas vale? Y, además, seguro que si no las llevas en la cartera con el DNI o la Visa-oro, las pierdes y te veo limpiándote con el microscópico ticket de la gasolinera o raspándote el agujero con un Bonometro al que aún le quedan un par de viajes. Dos: Una vez usado, las blanquísimas hojitas no se degradan en años y si no las cubrimos con una piedra o similar, desparramaran por el Universo su brillante luz durante bastante tiempo, anunciando a quien quiera saber la mala nueva “Aquí cagó un desaprensivo en el año del Señor de Mil novecientos...” y la verdad sea dicha, no vinimos al Mundo para esto. Ni que decir tiene que tampoco el papel de periódicos o revistas es válido para este menester, ya que suma a los inconvenientes del papel higiénico, la dramática circunstancia de su dolorosa utilización. ¡Que dolor tan inhumano el de aquel culo atacado por un pliegue del “Diez minutos”o una dureza del “Marca”! Que humillante derrota significa conceder tan digna misión a unos panfletos como esos. Además debemos considerar que la poca absorción de dichos papeles provoca que parte del material defecado se reparta uniformemente por los aledaños ocasionando más problemas de los que resuelve. - Solo pensarlo produce urticaria–

            ¡Pues ya estamos en danza! Ahora a caminar.

            Llevamos más de media hora dándole  al coche de San Fernando*  y sin previo aviso nos sobreviene un ataque en masa provocado por el resto de las lentejas de la cena.  En primer lugar debemos echar un vistazo a los alrededores – Por descontado antes habremos apretado convenientemente el esfínter, pero por obvio, ni siquiera deberíamos hacer mención sobre ello – Es frecuente que, salvo si nos encontramos en el desierto o en las heladas soledades del ártico, haya algún sitio donde ocultarnos. Si es así dirijámonos hacia ese lugar, aunque si por descuido o falta de experiencia hemos hecho notar públicamente nuestra urgente necesidad, es inútil que busquemos la tan ansiada privacidad. Siempre surgirá el graciosillo de turno – cuñado, generalmente - que con una cámara de fotos o vídeo nos persiga para perpetuar en la memoria el documental “El día que te cagaste patas-abajo” y colocará el largometraje en todos los eventos familiares posibles para goce y disfrute de suegras, sobrinos, amiguetes y demás fauna.  Aconsejo en esta delicada situación no acomplejarse y, una vez expulsemos el producto del primer apretón, cojamos de nuestro alrededor el primer canto que veamos, lo pringuemos uniforme y cuidadosamente  de mierda y se lo arrojemos con la sana intención de abrirle la cabeza de la forma más asquerosa posible. Si tienes el suficiente tino y das en la diana, la pública exhibición del documental anteriormente descrito se convertirá en una anécdota secreta celosamente guardada por el desgraciado que se cuidará muy mucho de comentar como estuvo cerca de comerse un “truño” por cotilla. Acto seguido y una vez no hayamos librado del desaforado ataque del cachonduelo, nos colocaremos cara al viento y, si el terreno es pendiente, mirando hacia la parte alta de este; siempre cuidando tener las espaldas cubiertas  por el matorral o roca citados hace rato – Lo primero – lo del viento – no se debe, en ningún caso, a la manida circunstancia de no hacer notar nuestra presencia a potenciales depredadores - ¡Bonita estupidez! – Sino a la lógica necesidad de no respirar nuestros propios vapores que, en el campo, generalmente y nadie sabe muy bien por qué, suelen ser especialmente asquerosos y nauseabundos. Aunque si tenemos en cuenta que “de todo hay en la viña del Señor” todavía habrá algún individuo al que sus propios efluvios le sean agradables y achaquen el hedor a la opípara comida que nos dimos la noche anterior, si bien calificarían de “repugnante y podrido” al prójimo que se le ocurriera hacer lo propio. Lo segundo – lo de la pendiente – se debe a cuestiones mecánicas y físicas. Es importante alejar de si todo el material defecado ya que, si bien suele ser sólido y consistente, en ocasiones es liviano y saltarín, existiendo, en este caso, grandes posibilidades de que termine tiñendo nuestras flamantes y carísimas  botas de un tono entre marrón y verde de lo más llamativo.

            Generalmente, cuando estamos ejerciendo de cagones agropecuarios; la postura, el ambiente, lo singular de la situación, etc. nos obliga a soltar el regalito con premura, casi con atropellada rapidez. Obligados, tal vez, por lo inusual del marco que nos rodea; lejos de nuestro acogedor retrete, tendemos  a vaciarnos expulsando con violencia lo que deberíamos despedir amorosamente; casi con cariño. Tanto tiempo dentro de nosotros, haciéndonos compañía, aromatizando nuestra existencia con perfumes de alta octanaje y nosotros deshaciéndonos de ello como aquella madre desnaturalizada que deja su bebé  recién nacido en la puerta de un convento de monjas de clausura. ¡Pues no! Hay que acabar con esa mala educación. Si tienes prisas, te las aguantas. Un par de buenos y comedidos pedos te ayudarán a mantener el moñigo en su sitio el tiempo suficiente para escoger el lugar más conveniente donde soltar a nuestro amigo con la delicadeza que las tradicionales normas de urbanidad y buenas costumbres requieren. Es menester que, una vez escogido el lugar, adoptado la postura, tomado aire y presionado nuestro abdomen, realicemos con el ano un movimiento en espiral a medida que nuestro metabólico despojo se precipita.  Este movimiento tiene como postrero fin el de dar caché y donosura a la deposición. Por supuesto, no debemos dejar caer  a nuestro amigo como una vulgar vaca lo haría, sino graduaremos con tino el diámetro de nuestro esfinter para que el grosor del mondongo se mantenga constante. ¡Vamos! Como si nuestros glúteos encerraran la más delicada de las mangas pasteleras. Que no es todo el cagar como desahogo, sino mostrar al resto de los seres que siempre hubo clases y más satisfacción se siente cuando, una vez incorporado, ves una obra de arte digna de encomio que cuando sólo diferenciaría nuestra mierda de la de un ser irracional un análisis bioquímico. Ni que decir tiene, que la idea de la trayectoria espiral no es la única plausible. Existen tantas como la inventiva del sujeto sea capaz de desarrollar. Círculos, cuadrados, corazones, etc. Últimamente me causó honda admiración un “truño” con razón social en Sierra de Gredos con forma de cruz gamada… ¡Por Dios! ¿Cómo pudo llegar la política hasta estos sagrados lugares? –Pensé– Para, acto seguido, reconocer que: ¿Donde mejor podía estar semejante símbolo, que no en la más pura, dura y olorosa de las mierdas? Debería haber precisado con antelación que todo este artístico acto queda imposibilitado cuando escogemos para desarrollarlo un lugar donde las delicadas briznas de hierba nos acaricien el ano o los testículos, ya que – dependiendo de la sensibilidad del individuo – suele ser una labor heroica realizar el dibujo cuando nos tocan los “huevos” con la suavidad y delicadeza con que suelen hacerlo estas hijas de la Naturaleza.

            Una advertencia. Antes de realizar este acto, conviene, según el caso, quitarnos la mochila o macuto, ya que cuando acabamos de soltar el “regalo”sin solución de continuidad sucede un cierto relajamiento muscular y si el  petate es pesado –circunstancia que sucede a menudo– su peso puede vencernos y, sin que podamos evitarlo, nos sentemos encima  de la tarta. Puedo asegurarles que esa, y no otra, si que es una experiencia mística; experiencia que puede transportarnos a lugares en los que la ira es “peccata minuta” y con toda seguridad, significará un punto de inflexión en nuestra vida. Seguro que habrá un  antes y un después tras este acontecimiento, si te sucede.

            Con toda seguridad, se podría seguir elucubrando sobre este tema. Hablar de las miríadas de circunstancias que pueden acompañarnos en este momento; comentar sucesos, acontecimientos, historias, frenos y desenfrenos a tenor del tema; pero no me  apetece –de momento– poner en palabras más sabores y olores de los que ya acompañan regularmente a esta materia. Así es que aprovechen si en algo es aprovechable estas letras y si no, - no les importe - límpiense el culo con ellas.

            Adiós.
                 

                

2 comentarios:

  1. Desternillante tratado de escatología.

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    1. Situaciones vividas en primera persona se cuentan mejor. Gracias por leerme, anónimo.

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