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Como todos los días, Nacho es el primero en llegar. Pide la primera
de las tres cervezas con limón que caerán esta tarde y –al igual
que siempre- sienta su corpachón a la vera de la mesa desde donde
mejor se ve la tele. Sus cincuenta años y la invalidez permanente
por esquizofrenia dejan mucho tiempo y gran parte de él, lo derrocha
esperando. Es un tipo poco hablador; prefiere observar y sonreír
mientras escucha las diatribas que se cruzan entre José y Daniel.
Sus dos amigos no le requieren al diálogo: le conocen bien y a lo
sumo, le preguntarán algo que con un monosílabo como respuesta, va
que se las pela. Ellos saben que es difícil rebuscar en sus
pensamientos; los tiene bien escondidos en el último estofado de
lentejas que hizo su mujer antes de abandonarle. Tal vez un mínimo
gesto, un ademán, una pasajera mueca podría indicarnos el camino
hacia su interior… pero no: dos escuetas palabras sirven para
informarte que has errado, que su mente va por derroteros esquivos
dejándote la impronta de que algo sabe -y lo calla-.
José y Daniel entran juntos en el bar. Ya traen el debate en
bandolera y, con ellos, el mortecino establecimiento que dormitaba al
soniquete del telediario, recobra algo de la vida que alguna vez
tubo. Saludan a Nacho dándole la mano; primero uno y después el
otro y cada uno le dedica una tonta frasecilla de las de rigor. Ellos
no piden de beber; no hace falta: sus gustos son de las pocas cosas
que el viejo barman recuerda por encima de sus muchos años y a pesar
de ello, tardan buen rato en ver como dos carajillos y unas pocas
aceitunas se arrastran renqueantes hasta la mesa. Poco después, las
mismas fichas de dominó de toda la vida, vienen a animar
momentáneamente el tedio
Ambos se conocen tanto como conocen a Nacho y en sus tertulias de
partida flota un ambiente de complicidad, de íntimo y mutuo perdón.
José es impulsivo, inteligente y algo mentiroso y Daniel diabético,
crítico y calculador, pero entre todos, se soportan. El conglomerado
es perfecto para pasar una tarde caliente y segura haciendo sonar las
fichas sobre la mesa. Una mesa donde el regusto de sosiego no se
pierde ni cuando José suelta alguna de sus baladronadas que, a
ciencia cierta, no habrá por donde coger. Nada importa: hablarán de
ella igual, porque Daniel tiene respuestas para todo y Nacho, con sus
silenciosas sonrisas, también.
Mucho le pasan por alto a un José que si no fuera por estas horas de
la tarde, no tendría ante quien presumir de salud. Hace tiempo que
no trabaja porque –según dice- nadie quiere su edad “¿Quién
habría de quererla teniendo a su disposición jóvenes moldeables y
duraderos…?” y los otros asienten, aunque piensan que otras cosas
tiene peor que la añada.
Daniel, el pobre, bastante tiene consigo mismo,
sus achaques y el más asqueroso de los caracteres. Qué seria de él
sin alguien no se lo reprochara a menudo. Lo que no saben sus
compañeros es que les deja ganar; no vaya a ser que le abandonen por
aburrimiento.
Entre sorbos y sentencias, dimes y diretes y arres y sos, pasa la
tarde y cuando Nacho levanta el brazo para saber que se debe, faltan
exactamente cinco minutos para que desperdigados hacia sus vacías
casas, los tres vuelvan a encontrarse con la nocturna soledad de
todos los días.
Luis F. de Castro
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