viernes, 15 de junio de 2018

De los derechos y la solidaridad




Vivimos tiempos difíciles, tiempos en los que racionalizar determinados acontecimientos se me hace, a la sazón, complicado. Es posible que esta subjetiva visión del momento sea más fruto del devenir de mis pensamiento que del análisis real y objetivo de los acontecimientos, pero en cualquier caso, es esta impronta la que marca día a día un estado de ánimo, diríase, poco satisfactorio. Viene a cuento como una de las razones de lo que digo, el éxito que tiene exigir derechos a voz en grito y a todos los aires. Me hace recordar aquel refrán que viene a decir eso de “el que no llora no mama” y que, al contrario que otros, me parece resultado de una aguda observación y certero análisis. Por todos lados brotan solicitantes anónimos o señalados que, furibundos, atropellados y vilipendiados, esgrimen su derecho a tal o cal cosa con la intención de resarcirse frente a una sociedad cicatera e injusta que les oprime… y digo yo: tan insensibles somos los receptores del mensaje que no nos ponemos todos a una para satisfacer tanta petición desesperada, tanto grito desgarrado… y ahí surge una mis múltiples diatribas: ¿Como separar el grano de la paja? Entre ese galimatias de individuos y colectivos tan injustamente tratados, quien es realmente el sujeto de abuso y tropelía y quien no; quien, victima de desconocimiento, solicita lo que cree corresponderle y quien, a sabiendas de lo torticero de su argumento, tantea aquello de “a rio revuelto, ganancia de pescadores”
Desde que tengo uso de razón se afianzaron en mi ideas tan a mi entender, lógicas como que hay derechos de los que uno se hace acreedor por el simple hecho de nacer y derechos que se adquieren a base de determinadas acciones personales; y que, ni todos pertenecen a la primera categoría, ni todos a la segunda, pero que todos, absolutamente todos pasan por cumplir una condición determinada: el uso de mi derecho no puede significar sustraer al vecino el suyo equivalente.
Si uno lee detenidamente la Declaración Universal de Derechos Humanos y la pasamos por el crítico análisis de la lógica, sobresale, a mi manera de ver y entender, una idea fundamental: Cuando se habla de tener derecho a una u otra cosa, se refiere a que no se nos pueda impedir el acceso al mismo, no al hecho de que los poderes públicos o la ciudadanía como conjunto nos lo tengan que proporcionar de por sí. A mi manera de ver, cuando en el artículo 3 dice “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” no viene referido a que el estado deba proporcionarnos la vida, la libertad y la seguridad -evidentemente, no puede hacerlo al ser estados personalisimos del individuo-, sino que debe velar por que nada y nadie los distraiga o conculque; igualmente y más fácilmente entendibles son las salvaguardas de otros derechos como los relativos al trabajo, la vivienda, la seguridad social, etc. en los que la protección referida lo es en referencia a la oportunidad de acceso en igualdad de condiciones, sin que por las razones tópicas (raza, género, religión, etc) nos sea impedido su disfrute.
Es en la concepción propia del concepto de “tener derecho a” donde está el problema. Si el sujeto en cuestión, ya sea por falta de capacidad o por cualquier otra circunstancia, no tiene una vivienda, un trabajo, o seguridad social, la generalidad, el Estado o la ciudadanía no tiene la obligación de proporcionárselo, en tanto significaría una desmotivación insoportable para los que se esfuerzan en el progreso y un mordisco a los derechos de estos últimos (los relativos a la propiedad privada y a la no confiscatoriedad discrecional e indiscriminada); ahora bien, la generalidad, el Estado o la ciudadanía como conjunto de individuos que sí disfrutan de ese derecho, en virtud de la necesaria, lógica y ética solidaridad, cederán parte de ese derecho como responsables últimos del mantenimiento de un régimen de protección social hacia los individuos y colectivos frágiles o en situación de precariedad. Esta es básicamente la diferencia entre una sociedad cruda y asalvajada y una racional y progresista.
      El agradecimiento hacia el solidario y el reconocimiento de la generosidad son condiciones imprescindibles para su permanencia en el tiempo. Esa utilización frívola y desmedida de “tengo derecho a”, esa torticera costumbre de convertir la conveniente y necesaria solidaridad en un derecho infranqueable sólo lleva a la desmotivación crónica de la sociedad, donde progresivamente se va sustituyendo el ánimo emprendedor, el esfuerzo y la capacidad por enfado -cuando no rabia o ira- tedio y, por último, resignación y molicie. Una sociedad que escoge ese camino se convierte en una sociedad quejicosa, oscura y sin futuro, una sociedad que evoluciona hacia la dictadura en tanto y cuanto debe socializar la carencia de recursos a la que lleva esta dejadez; y en esta tesitura, la cesión de derechos que conlleva la solidaridad se transforma en una requisa obligada, en una expropiación traumática de los mismos.
            El ser humano es, en sentido estricto, un ser libre para decidir e incapaz de vivir aislado, gregario por naturaleza y aunar estas dos características, la libertad individual y la sociabilidad es, cuando menos, difícil, porque conlleva un trasvase de bienes y derechos del fuerte y mejor dotado al débil. Este sistema de vasos comunicantes no es tan sencillo como el conocido fenómeno físico, ese que se rige por fórmulas y ecuaciones, sino que debe bregar con los sentimientos y voluntades de individuos soberanos que al mínimo atisbo de abuso opondrán una oposición que, llegado el caso, deberá ser doblegada de diferentes formas si queremos una funcionalidad aceptable de la sociedad. De la intensidad y naturaleza de estas normas y actuaciones depende la consideración dictatorial o democrática de nuestra sociedad.
             En conclusión:
  • Se frivoliza el concepto del “derecho a” y se confunde y malinterpreta, muchas veces de manera intencionada.
  • La solidaridad es inherente a un ser humano libre y racional y debe ser regulada por normas democráticamente impuestas.
  • El receptor de esa solidaridad debe ser consciente del esfuerzo social que supone ejercerla.
  • El trasvase de bienes y derechos que supone el ánimo solidario no debe ser gratuito ya que eso conlleva la devaluación de lo transferido.
  • La madurez de una sociedad se mide, entre otras cosas, por la capacidad solidaria de sus componentes, pero también, por el agradecimiento de los receptores de esa solidaridad.
  • Y por último, el receptor de esa solidaridad, no es el titular de esos bienes y derechos, por lo que nunca podrá exigirlos como si lo fuera. El tener presente esta circunstancia es el germen, la semilla o el estímulo para que aparezca una voluntad cierta de transformase -vía esfuerzo y capacidad- de receptor en cedente, de consumidor de recursos sociales en productor de bienes y derechos.

            Ese es el espíritu de una sociedad activa y progresista, y no otro.


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