martes, 19 de junio de 2018

Sobre la solidaridad


     
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     Nada hay tan identificativo de la especie humana como la solidaridad. Es necesaria, diría yo que imprescindible; y no hablo de la que sucede tras una catástrofe natural o un suceso concreto y traumático, sino aquella que sucede entre humanos, individuales o colectivos, cuando una situación crónica de carencia imposibilita su autosuficiencia. Esa solidaridad, entiendo yo, debe ser, primeramente, eficaz e intentar colocar al receptor en una situación en la que su única y primordial necesidad no sea la supervivencia, y después en rehabilitadora y funcional, enfocada directamente en dotarle de las herramientas para conseguir por sí mismo aquello que necesita. La enorme dificultad que ello conlleva y que pasa, sempiterna, por que la ayuda llegue a quien la precisa y se utilice para el fin para el que se proporciona, necesita de un revolución en su concepto. Tras los sucesos migratorios que se nos presentan día tras día y que algunos llaman crisis y yo llamo enfermedad crónica, se necesita darle una vuelta completa al sentido caritativo de la solidaridad. Básicamente, porque ese sentido sólo indica un sentimiento de superioridad, cuando no de racismo, y además, por lo que tiene de inútil al atender únicamente la primera fase de una acción solidaria, la de socorro, haciendo que, al carecer de la segunda, la necesidad de ayuda se convierta en crónica y, por ende en clientelar.
     Como es de lógica, la mejor forma de detener un flujo migratorio es la de la ayuda en origen, y que así lo entienden y llevan a cabo muchos países, asociaciones, ONGs, etcétera, pero cuando se trata de controlar esa aportación solidaria… con la iglesia hemos topado; en primer lugar, lo que se queda en origen y no llega a salir y, en segundo, lo que llega y choca con la enorme caterva de trabas y dificultades colocadas entre la ayuda y el necesitado receptor. Burocracia, corrupción e ineficacia forman una red en la que se van quedando las aportaciones y que, al fin y a la postre, conducen hacia un resultado evidente: sólo una ínfima proporción de lo inicialmente dispuesto llega y además y de forma habitual, al colectivo equivocado.
      No es motivo de esta disquisición extenderme en elucubraciones y análisis que, aunque susceptible de ello, no lo será hasta más adelante; sino dejar clara mi postura personal y el somero y simple tratamiento que daría a esta situación. Digamos que para organizar el revuelto mundo de los aportes solidarios debemos plantarnos en las siguientes bases:

  • El receptor es un ser humano igual al donante y no necesita caridad, sino ayuda.
  • La ayuda no puede ser perenne, tiene principio y fin. Si esta condición no se cumple, está mal diseñada y hay que modificarla.
  • La solidaridad conlleva cesión de soberanía e independencia por parte del receptor y esta circunstancia no lo es en defecto de la dignidad, sino en pos de eficacia y justicia.
  • No se puede dar a cambio de nada. Si se hace, la ayuda se devalúa llegando, como es común en nuestros días, a considerarse un derecho de obligada dispensación que desemboca en un insuficiente aprovechamiento de la misma.
  • La solidaridad debe prestarse con condiciones, ya que si no es así, estás humillando al receptor.

     Estos preceptos, con ser a resultas de lógica y ética, se incumplen de manera generalizada, de ahí la frustración del donante que constata la poca eficacia de gesto y la desesperación del receptor que sufre una sensación de abandono rayante en el desespero.


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