La noche rebosa de agobiante calor.
Tras un ondeante velo de pereza,
aparece mi ángel moreno; mi ángel de voluptuoso perfil, silencioso
posar y desquiciante aroma. Su medida quietud incita la impaciencia
del necesitado mientras esa salvaje melena me sopla al oído promesas
de una pasión descontrolada.
Tendido sobre las sábanas, desnudo,
la veo aparecer iluminada por la pálida e indiscreta luz de la luna. Con inquietos ojos, observo como una gota de sudor emboca el
vertiginoso camino entre sus pechos para desaparecer tras la
cinturilla del slip. Va camino de recónditos paraísos que ahora se
me antojan cercanos, calientes, húmedos. La brisa eriza su piel y
bajo la tenue y diáfana fibra del sujetador dos insolentes vigías
se ponen firmes de inmediato y algo entre mis piernas proclama su
independencia enarbolándose como con prisa.
Mis superiores ordenan pasar de la
contemplación al rezo y que la oración sea intensa, violenta
incluso, una oración que no admita dudas.
No, no es necesario. El ángel
redentor se arroja sobre mí antes de que este trémulo sujeto de
deseo consiga despegarse del tálamo y el espacio entre ambos se
queda en nada, tanto que sólo el sudor se atreve a inmiscuirse entre
una y otra carne.
El tiempo se mide en roces y jadeos,
en gritos contenidos y murmullos ansiosos. Pliegue con pliegue, corva
a la corva y el aire se vuelve pesado alrededor. Su lengua marca el
paso a hileras de hormigas libertinas que recorren mi cuello, mi
pecho, que se abren paso hacia el dueño, mi único dueño.
… y el tiempo pasa suplicando que le
hagamos caso.
Todo por traspasarla sin que se
deshaga en pedazos. Todo porque nuestros cuerpos se mezclen con el
ahínco del que quiere pasar por uno solo y ahorrarse un billete en
el viaje hacia la gloria.
La frontera se acerca atraída por la
fuerza del amor y muero porque sea la misma que busca mi ángel.
Anhelo cruzar juntos la aduana para recibir abrazados el amanecer de
este nuevo mundo.
Y el cielo interior estalla en mil
colores; chispas de felicidad me ciegan con su resplandor y
transportan mi alma lejos de aquí, allá donde los truhanes son
dioses de Olimpo y el pan, ambrosía.
Poco a poco sus músculos se destensan
y la paz acude trotando para llenar el hueco dejado por la pasada
batalla. Siento su peso reposar sobre mi peso y su cabello ocultar mi
rostro como queriendo escondernos de la intemperie...
Dos minutos de silencio...
-¿Como te llamas, amor?
-Para ti y hasta que me pagues,
Yenifér; después, Pepa la del Carmona... por cierto, me debes
treinta más por limpiarte el sable, ¿vale?
-¡Hecho!
Luis F. de Castro.
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