Queridos súbditos: Hete aquí que una de mis "lideresas" -¡menudo palabro!-, requiriome para la redacción a vuelapluma de un sentimiento. El susodicho sentimiento versa sobre la inspiración provocada por una imagen fotográfica que ella proporcionó y que incluyo a continuación de este párrafo. Tamaña empresa convenciome y como uno es de naturaleza servicial y hacendosa, púsose manos a la obra. El resultado del desmán no es otro que el que os ofrezco. Espero que no os deprima en exceso.
¡Ah! la antescitada lideresa atiende a sus admiradores por el apelativo de 12:45 pm. Original: ¡a que sí!
La silla vacía.
¡Ah! la antescitada lideresa atiende a sus admiradores por el apelativo de 12:45 pm. Original: ¡a que sí!
La silla vacía.
De fastos y boato, de derroche y
desperdicio, de estafa y usura, de cretina necedad la atmósfera me
rodea.
Sumida en guerras donde siempre gana
mi lobo estepario, no encuentro la superficie en este mar de fango;
la línea a partir de la cual regalarme una bocanada de aire
respirable.
Las sienes me atormentan palpitando al
son de la catástrofe; millones de puños oprimen un cerebro
desquiciado siempre a punto de resquebrajarse en su infinita
fragilidad. Es la ciega necesidad de terminar, dar fin una vez se
acabó el plazo. No caben prórrogas, y sin embargo... poner fecha a
la propia muerte despierta las ganas de vivir. Algún yo interno
intenta alargar la medida del tiempo, hacer que el reloj se ralentice
hasta detenerse, porque, sin querer, acabas de crear una meta de
transgresión.
Quieres, necesitas desobedecerte.
El ábrego viento saca mi pensar del
bucle en el que lo encarcelo y despertando al mundo caigo en que mi
pesada carga reposa en la silla que tengo a la vera.
El día es bueno; la temperatura
agradable y el incipiente otoño no ha conseguido cambiar el paisaje.
El tibio sol y el murmullo de las olas que rompen contra el
acantilado, allá abajo, juegan a adormecerme inútilmente. Los
veraneantes ya se fueron llevándose consigo sus colores y
algarabías, dejando la lejana playa con la serenidad de lo triste.
No hay niños que me distraigan con sus gritos, ni vendedores que
voceen, ni sombrillas que oculten, solo la amarillenta inmensidad de
la arena y nada que me obligue a seguir viviendo.
Mi mundo revolotea entre las que otrora fueran penas y alegrías cotidianas y hoy sólo amargura y desazón.
Mi mundo revolotea entre las que otrora fueran penas y alegrías cotidianas y hoy sólo amargura y desazón.
Jacinto, mi querido amor, sigue ahí,
pegado a su postura casi inanimada, con la mirada fundida en el
horizonte de un Mediterráneo que se enfría. Sus ojos miran sin ver
y yo, sentada sobre la misma piedra de siempre, desespero ante la
vida que se pierde en su interior, que se difumina hasta perder todo
atisbo de sentido. Cuantos recuerdos se añejan, pudren y desaparecen
en el interior de su cuerpo impávido; cuantos sin que nada o nadie
pueda evitarlo. Sus manos, en tiempos fuertes y rudas, reposan hoy
arrugadas, traslúcidas y temblorosas sobre su regazo. Ya no me
acarician, ya no me sujetan, ya no me conocen. Cuanto daría por un
beso suyo, y cuanto por un brillo de sus ojos, o una sonrisa. A duras
penas recuerdo ya su voz, sus excusas, sus chistes malos; aquellos
pisotones en el baile, sus salidas de tono con los niños... y sus
celos. Hace tanto ya que no somos nada para él que a punto estuve de
olvidar lo que fuimos el uno para el otro.
Fue cuando nació Manuel, el mayor;
entonces me prometió traerme a la costa para que mi castigado
cuerpo se recuperara de un arduo embarazo y un parto doloroso. Compró
la casita de la plaza -según dijo-, solo para mí; pero no consiguió
engañarme: él la necesitaba más que yo. Desde entonces, todos los
veranos los pasamos aquí, a orillas de un mar agradecido y cariñoso
que nos dio más de lo que le pedimos. Mientras la niñez de los
hijos lo permitió, ningún año hubo que la casa no nos recibiera
uno o dos meses y que sus pocas habitaciones se llenaran del caos y
el barullo que acompaña a la infancia y a la felicidad. Jacinto
trabajaba mucho en la zapatería y cuando nació José, el segundo,
y tuve que dedicarme en exclusiva a ellos, necesitó hacerlo mucho
más. Algún verano tuvo que conformarse con acompañarnos solo los
fines de semana. Eran fines de semana de ilusión y reencuentro. Los
niños le idolatraban, sentían verdadera pasión por él y, saltando
a su alrededor, pedían besos y regalos como quien pide de comer y
Jacinto nunca les defraudó. Con el tiempo fueron creciendo y
añejando y poco a poco necesitándonos menos. Uno tras otro -los
cuatro-, abandonaron el nido llevándose la alegría y dejándonos la
necesidad de uno por el otro. Fueron años de serena tranquilidad.
Cuando ninguno quedó ya en casa, volví al trabajo. La zapatería no
me necesitaba, pero el eco de la casa vacía me era incómodo y él
me aceptó a su lado allí también.
Fuimos felices en ese tiempo;
serenamente felices, sin estridencias. Vivíamos sumergidos en un
océano oleoso sin roces ni desgaste, donde la vida pasaba despacio y
el tiempo deprisa; donde cada arruga era una anécdota vital y cada
achaque una historieta que contar a los vecinos. A los chicos los
veíamos poco -nunca es bastante-, pero estaban ahí, a nuestro lado,
dejándose ayudar y haciéndonos envejecer con sus problemas y
alegrías, con sus idas y venidas. Luego llegaron los
nietos con nuestra jubilación bajo el brazo y la necesidad acuciante
de servirles en algo. La casa de la plaza se llenó de nuevo de vida
y Jacinto se sintió dios en la confesión intramuros. La horas sin
sus hijos de antaño se convirtieron en un trofeo conseguido con sus
nietos; los veranos con ellos se volvieron sangre para unas venas
sedientas que empezaban a acartonarse.
-¿Qué día es hoy?
-Martes, Jacinto, martes...
Al igual que las grandes obras
comienzan con algo tan ingrávido como una idea, mi infierno, nuestro
infierno, empezó con una simple pregunta; y a esa siguieron muchas
más hasta que toda su existencia se convirtió en una pregunta.
Los primeros meses y como quien
esconde la cabeza en un agujero, todos volábamos a su alrededor
temiendo aquello que sabíamos, rozando sin tocar; hasta que el
diagnóstico fue tan categórico que aquellas miradas de preocupación
se convirtieron en súplicas y quebrantos.
-¿Y ahora qué hago?
-Ahora tienes que desayunar, Jacinto…
¿Te has lavado?
-¿Y por qué tengo que lavarme?
¿Quién es ese…?
-Tu nieto, Jacinto, tu nieto.
Los despistes se convirtieron en
distracciones, las distracciones en olvidos y estos en una
implacable incineración de la memoria. Su cuerpo, aún viejo, se
soltó de la mano de su mente y dejó a esta vagar libre por los
páramos de la soledad: había comenzado su viaje hacia ninguna
parte, una irrefrenable caída hacia las vacías cavernas del
Alzheimer.
Desde ahí, mi tiempo se fue desviando
progresivamente a su atención, hasta que todo él quedó de su
inconsciente propiedad; en su interior se desarrollaba una cruenta
batalla contra los ladrones de recuerdos, una batalla sorda que
estaba perdida de antemano y en la que no se me dejaba intervenir. Al
poco, hasta los golpes de mal humor desaparecieron y en su huida, se
llevaron el control de su cuerpo y la mitad de mi vida. La otra mitad
ha ido consumiéndose desde entonces. Los hijos propusieron
soluciones, infinidad de soluciones; la mayoría de ellas descansaban
sobre la idea del abandono, sustraerlo de mi cuidado con la inocente
pretensión de apartarme de la más sagrada obligación… y me
negué. Se fueron con sus vástagos, sus perros y sus cacharros
dejándome con mi amada carga y la fecha de caducidad marcada en el
corazón.
Me alcanzan gotas de agua. La sal
despierta mis labios y compruebo que la brisa se ha hecho viento sin
avisar. Miro a Jacinto y veo que su mirada se ha vuelto vítrea.
Parpadea intentando impedir que el húmedo mensaje del mar interrumpa
la vista del infinito que tiene desde su vieja silla.
-Ya es la hora, Jacinto. –Me levanto
trabajosamente sin conseguir atraer su atención y –despacio, muy
despacio- cojo una de sus manos. Tiro de él con suavidad obligándole
a levantarse y lo hace sin oponer resistencia. La silla le deja ir.
Con pasos cortos, titubeantes, imprecisos, recortamos los pocos
metros que nos separan del borde. El mar nos llama con verbo monótono
y consistente. Una inmensa ternura me invade cuando, cogiéndole de
la barbilla, le obligo a dejar el infinito para que me haga el centro
de su indeterminado mundo… Quiero besarle antes de… con un gemido
se escabulle para continuar con la contemplación de la nada y
resignada, le beso en la mejilla. Un beso largo y solitario.
El mundo se aleja de mi cuando le veo
caer hacia la salvación y estrellarse contra las piedras en una
orgía de brillos y espuma. Al fin cuerpo y mente acompasaron sus
destinos sobre las rocas del acantilado.
Es hora de acudir a la cita.
Es mi turno…
Luis F. de Castro
Me ha gustado mucho. Casi me pongo a llora
ResponderEliminarBesos.
Gracias por atreverte con el cuentecito.
EliminarSiempre es agradable saberse leido.
Un saludo.