viernes, 22 de enero de 2016

La increíble soledad del que no sabe explicarse.



            Si ves que mira a los que polemizan acaloradamente y, si acaso, balbucea, y cuando consigue la palabra trastoca el devenir de lo que un día alguien dijo que debía hacerse con el lenguaje; si compruebas que a medida que acaba con cada frase, como que se enfada consigo mismo y la siguiente empeora la anterior; si se justifica a cada momento, si acude a razones del más allá o acá para que le entendáis, si entra pero no sale del tirabuzón en el que sólo él se introdujo, estáis ante uno de esos que piensa más rápido de lo que consigue explicarse; uno de esos de los que cuando quiere retomar el hilo, este se le complicó tanto que mejor le valdría comprarse el jersey ya hecho.


            Bien entendido que en razón de morfología de especie, más fácil será mover la neurona que la lengua, pero, por las mismas, también será más hacedero enseñar a la primera que a la segunda; lo cierto es que con frecuencia el sujeto del problema que en estas líneas comento, suele enfadarse y refunfuñar cuando esto le sucede, vertiendo pestes excusadas sobre sus contertulios, acusando a las entendederas de estos últimos de falta de reflejos: ”…es que no me entendéis”, “…pues es muy fácil”, “…a ver, como me explicaría yo para que me entendierais”, etc.

También es de justicia llamar la atención sobre la existencia del tipo reconocedor recapacitante introvertido; más o menos silencioso, de frases cortas, -“pa no cagarla”-; sentencias reconocidas desde antiguo y compañera de “en boca cerrada no entran moscas” que suele ser postura del que tiene conciencia de sus limitaciones y lo aderezada con notables dosis de sentido común. Discretos y comedidos en base al reconocimiento de limitaciones, pero silenciosos y taimados por la misma cuenta, ya que, si de llevarse el gato al agua se trata, la maquinación se convierte en herramienta indispensable.

En cualquier caso, la búsqueda del equilibrio entre los que quieres decir y dices, debe ser camino y meta de nuestro diario devenir porque, si de ello carecemos, por obligación tendremos que arrastrar el petate del charlatán, o -el más doloroso de todos- el de la soledad.


Luis F. de Castro

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