Dos
horas se cumplían - más o menos-, desde que me encaramé al olmo huyendo de la
bestia. Las manos me dolían, al igual que las desolladas rodillas. Las nalgas
sobre las que me apoyaba habían perdido cualquier atisbo de sensibilidad. Allá
abajo, se adivinaban más que verse, los ojos del demonio; esos ojos a los que
la intensa oscuridad no parecían distraer de su objetivo: yo. La noche lo
arropaba todo desde hacía tiempo, y en su negrura, intenté hacerme fuerte con
un latigazo de rebeldía. Como quien cree
ser el “no-va-más” de la revolución meé desde las alturas y meé apuntando al
negro bulto con la vana intención de
humillarlo, de someter esa sólida y persistente idea que llenaba su cabeza. No
podía consentir que me merendase todo entero… y algo tuvo que llegarle porque
la brisa me devolvió, además de su suave susurro, el sonido de una rabia
contenida y no muy distante. Tras unos
minutos de inclementes gruñidos y desabridos
aspavientos, la opaca escena se fue calmando hasta el silencio total
y, a pesar de ello, nunca cruzó mi
cabeza la idea de bajar de mi otero; al menos hasta tener las cosas claras y
como la noche tornaba a fresca y la espera a tedio, decidí acomodarme en lo
posible y echar un sueño que presumía ser tan necesario como liviano. Las ramas
no eran precisamente un tálamo de lujo, pero no tardé mucho en encontrar
postura, y así, con la esperanza de que eso que me esperaba abajo desgastara su odio con el relente, hice
esfuerzos por olvidarme de ello… de momento.
Algún
pesimista dijo una vez que aquello que puede empeorar, empeorará y, aunque no
soy de esa opinión, algo de razón debía tener el susodicho por que a la hora de
despertarme, no lo hice al uso; sino de golpe y con gran susto. De hecho, lo
hice en el aire, justo antes de caer de espaldas sobre la bestia. Todos sabemos
que nada hay más egoísta que un ser doliente, si acaso otro ser más doliente y
en ese momento, pienso que el más egoísta de los dos era el monstruo que, a la
vista de cómo corría y aullaba, en el sorpresivo encuentro tuvo todas las de
perder. Mientras corría despavorido, miraba hacia atrás intentando buscar
explicación a tamaño y doloroso desasosiego y mientras, se alejaba más y más
intentando que el dolor del golpe no le alcanzase.
Luis F.de Castro
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