miércoles, 6 de noviembre de 2013

La huída 2


Dos horas se cumplían - más o menos-, desde que me encaramé al olmo huyendo de la bestia. Las manos me dolían, al igual que las desolladas rodillas. Las nalgas sobre las que me apoyaba habían perdido cualquier atisbo de sensibilidad. Allá abajo, se adivinaban más que verse, los ojos del demonio; esos ojos a los que la intensa oscuridad no parecían distraer de su objetivo: yo. La noche lo arropaba todo desde hacía tiempo, y en su negrura, intenté hacerme fuerte con un latigazo de rebeldía.  Como quien cree ser el “no-va-más” de la revolución meé desde las alturas y meé apuntando al negro  bulto con la vana intención de humillarlo, de someter esa sólida y persistente idea que llenaba su cabeza. No podía consentir que me merendase todo entero… y algo tuvo que llegarle porque la brisa me devolvió, además de su suave susurro, el sonido de una rabia contenida y no muy distante.  Tras unos minutos de inclementes gruñidos y desabridos  aspavientos, la opaca escena se fue calmando hasta el silencio total y,  a pesar de ello, nunca cruzó mi cabeza la idea de bajar de mi otero; al menos hasta tener las cosas claras y como la noche tornaba a fresca y la espera a tedio, decidí acomodarme en lo posible y echar un sueño que presumía ser tan necesario como liviano. Las ramas no eran precisamente un tálamo de lujo, pero no tardé mucho en encontrar postura, y así, con la esperanza de que eso que me esperaba abajo  desgastara su odio con el relente, hice esfuerzos por olvidarme de ello… de momento.
Algún pesimista dijo una vez que aquello que puede empeorar, empeorará y, aunque no soy de esa opinión, algo de razón debía tener el susodicho por que a la hora de despertarme, no lo hice al uso; sino de golpe y con gran susto. De hecho, lo hice en el aire, justo antes de caer de espaldas sobre la bestia. Todos sabemos que nada hay más egoísta que un ser doliente, si acaso otro ser más doliente y en ese momento, pienso que el más egoísta de los dos era el monstruo que, a la vista de cómo corría y aullaba, en el sorpresivo encuentro tuvo todas las de perder. Mientras corría despavorido, miraba hacia atrás intentando buscar explicación a tamaño y doloroso desasosiego y mientras, se alejaba más y más intentando que el dolor del golpe no le alcanzase.


                        Luis F.de Castro

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