Corriendo como un poseso, me subí al único árbol que había
en el prado. A dos metros sobre el suelo, creime fuera de peligro, pero cuan
equivocado estaba. Al mirar hacia abajo, mis ojos se centraron en los suyos que
inyectados en sangre, gritaban a los cuatro vientos las ganas que tenía de
echarme el guante y hacerme suyo. Daba saltos que le llevaban a poco
centímetros de mis pies y a cada uno de ellos arañaba la resquebrajada corteza
haciendo que multitud de trocitos le cayeran encima como si de una molesta
ducha se tratase.
Me rozó un pie y sin pensarlo, mi cuerpo trepó algo más con
la esperanza de acercarme a Dios y alejarme de la bestia.
Algunos segundos después y abrazado a una de las grandes
ramas como si quisiera hacer el amor con ella, caí en que me había desollado
las palmas de las manos y las rodillas contra la áspera corteza del chopo -con
la excitación y la angustia del momento siquiera había sentido dolor-, pero
ahora… ¡joder como escocía!
Una mirada más al motivo de mi situación y sus blancos y
amenazantes colmillos me hicieron llegar
claramente que no tenía ninguna
intención de abandonar su empeño, por lo que algo dentro de mí, dispuso mi
cuerpo a pasar mucho tiempo allí; incluso toda la noche; quizás mi mala suerte
no fuera otra cosa que un acicate para hacerme reflexionar, una manera más de obligarme a analizar todo lo que hice mal el día que así acababa…
Luis F. de Castro
Ese lo que quiere es que no le coma el tigre, tigre, tigreeee.
ResponderEliminar¡Por supuesto!, como a todos. Por cierto, anónimo; te noto contento.
ResponderEliminarSaludos.