Ayer, 200 años y 134
días después de la única guerra que deberíamos haber perdido y motivado por un
asunto de pólipos, tuve a bien pasar por la consulta del especialista en
digestivo. Llegado al lugar a la hora
indicada, me topé con una ventanilla
que, a la par que cerrada, se encontraba orlada hasta límites
insospechados de carteles informativos. Eran dispares en formas, tamaños y
colores: unos nuevos y otros ajados, unos escrupulosamente escritos y otros
burdamente garabateados, unos firmados
con “gracias” y otros con “la dirección” pero todos, todos, ordenando cosas o
imponiendo condiciones para ser atendidos.
Enfrascado en su lectura cual recita salmos del antiguo
testamento, no caí en la cuenta del tiempo y mi enano interior y yo nos sumergimos
en una disputa justiciera sobre lo soberbio y pedante de sus contenidos: Que si
quieres ser atendido, con la tarjeta sanitaria en la boca, que “ojito” con
levantar la voz, que si la hora de la cita es de mentirijillas, que si debíamos
permanecer sentados, que si los móviles apagados… y un sinfín de memeces más a
cual más imperiosa y restrictiva. En esto que me vi levantándome con ímpetu justiciero
y –digno y orgulloso- arrancar uno tras otros todos los “papelajos”, me vi
increpando al personal sobre su descarada falta de eficiencia, me contemple
dándoles lecciones sobre la adecuada atención al público, me sentí querido por
los sufridos administrados y aplaudido por ellos, me vi… ¡hay como me vi!
-
Señor, que no tengo todo el día,
me da sus papeles o prefiere seguir rezando…
-
¡Oh! Si, si, perdone; es que me
distraje con estas amables indicaciones. Tenga, tenga.
Luis
F. de Castro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario