En la trasera de mi calle, hay otra en la que, desde hacía
tiempo, un bazar chino ponía a
disposición del barrio una infinidad de mercaderías. Era un híbrido entre
cueva y centro comercial. De la primera
tenía la penumbra, el silencio y el olor a humedad y del segundo la oferta y el
servicio, con lo que ninguna objeción se le podía poner a su tranquila existencia.
Siempre estaba ahí para lo que fuera menester; una barra de pan a deshora, unas
pilas para el consolador, un florero o una libreta; ninguna necesidad salía de
allí sin ser convenientemente atendida y así, desapercibido e imprescindible,
pasaban los días para el chino del barrio. Pero hete aquí que un día el chino
apareció cerrado. Tan silencioso se fue como había llegado y las necesidades
extemporáneas de los vecinos se buscaron otro chino un poco más allá.
Al poco, aparecieron por allí un par de furgonetas grandes
y blancas con unas pocas personas en su interior. Estuvieron mirando el vacío
local; vuelta para arriba y vuelta para abajo, algunas risas entre toma y daca y
un apretón de manos para zanjar el trato... ¡Estaba hecho!
A los pocos habitantes del barrio que lo vieron, les
ilusionó la idea de ver al establecimiento dar de nuevo algún servicio a la
gente… Por las apariencias, otro chino no sería, pero para el ilusionario de
algunos bien pudiera ser una ferretería, o una tienda de “chuches”… o un bar;
pero no tardó mucho la realidad en cargarse la ilusión. El, hasta ese día
tranquilo, barrio se topó con las ruidosas huestes de una confesión religiosa
alegre y dicharachera, una de esas en la que las discreción, la intimidad y el
comedimiento no son axiomas de su credo y sí el bullicio, el escándalo y la
algarabía.
Desde esos primeros días de duda e incertidumbre, a los
siguientes de certeza y desolación, no hubo mucho. Nutridos grupos de jóvenes y
viejos; hombres, mujeres e infinidad de escandalosos, traviesos y descarados
niños, desesperan y hostigan la tranquilidad de un vecindario todos los días de
seis de la tarde a diez de la noche.
Nadie hace nada por que ¿quien le pone el cascabel al gato?
Y mientras tanto todos sufrimos en comidilla esa invasión de temerosos de Dios, -que no de las leyes de
la convivencia- que tienen la incómoda costumbre de comentar en la calle y a
gritos lo que deberían confesar en murmullos y penumbra, que no conocen la
sonrisa, sino la risotada, que no rezan, sino vitorean. Y así, la calidad de
vida de este envejecido y tranquilo barrio de las afueras se ha ido al carajo
de seis de la tarde a diez de la noche.
Que tendrán algunos seres humanos para considerar que si no
molestan a otros es como si no existieran; qué tendrán para creer que la
diferencia se marca dando por el culo… qué tendrán.
Luis F. de Castro.
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