AQUÍ, ESPERANDO LA MUERTE
La tristeza, queridos colocotrocos, no es un estado del alma que denota melancolía, aflicción o pesadumbre -eso es de ricos-, sino un "no tengo ganas de ná" que te aplatana y empoltrona. Combatirla es tan necesario como respirar; así que ya sabéis, a guantazos con ella.
Aquí os dejo una alegre historia para contenerla.
Algo
no funciona bien en la silla. Entre meneos y quietudes, percibo
vibraciones y sonidos a los que mi edad ya
no concede importancia; es más, quién los tuviera siempre habitando entre los
sentidos. Esta cuadriga geriátrica que arrastrada por un solo y escuálido
jamelgo no sabe donde aparcar la mortecina alma que transporta.
Desde que salimos del hospital, no me ha dirigido la
palabra; pero no es necesario. Su mente me envía continuos mensajes utilizando
todo lo que nos rodea como medio: Una mirada, un silencio, un jadeo, un
chasquido de lengua; todo sirve para hacerme llegar su frustración, su rabia...
su amor. El sentido de la responsabilidad que tanto tiempo me llevó meterle en
ese enorme cuerpo que, como madre, le di, no alcanza para cubrir la desazón y
los sinsabores que le causo por no haber muerto aun. Mientras intenta meternos
a mí y a la silla en el pequeño ascensor, hago cuentas de lo cruel que puede
llegar a ser una circunstancia si se toma a contrapelo; si no se acepta como
lógica o normal. Desbasta, raspa, pule, desgarra y destruye lo que en su
evolución se pasó de rosca. Si mis silenciosos ciento tres años no fueran un
acopio de vidas y moradas, pensaría que esta situación es un castigo
personalizado. Una pena impuesta por Dios para hacerme purgar alguna culpa.
Pero ni para remordimientos quedan fuerzas, Entre metálicos golpes con las
paredes y meneos que buscan poder cerrar la puerta del elevador, recuerdo con
envidia aquellas viejecitas centenarias que nos muestran, de vez en cuando, por
la televisión, rodeadas de hijos, nietos, biznietos... Caras felices, sonrisas
desdentadas, tartas pobladas de velas que siempre apaga cualquiera otro menos
el interesado. Un comentarista que, indefectiblemente, llama la atención sobre
lo bien que se apaña. “Y cose sin gafas...” “Y pasea todos los días...” “Y come
de todo...”. Yo sólo tuve un hijo, que ni marido tuve... Sólo un hijo. Nació de
mí, vivió de mí, vive conmigo y conmigo morirá.
¡Qué vida más árida! ¡Qué vida esta! El pobre
está muy torpe. Algunas veces creo que no podrá conmigo y me dejará en
cualquier sitio para que muera y poder descansar de una vez, pero no se atreve.
Su respiración se acelera y me envía el mensaje de rabia y amor que espero
todos los días.
Ayer lo pasé realmente mal. No fue dolor, ni miedo, sólo
fue vacío. Escuché como el médico le cuchicheaba que sólo se podía esperar lo
peor.-Ni que eso que ellos llaman lo peor, fuera realmente así-. Evidentemente
olvidaron que, si bien no puedo andar, la vista me abandonó hace años, el habla
mucho tiempo ha que desapareció de mi garganta y multitud de otras
posibilidades se fueron cayendo poco a poco, el oído y la vida se me pegaron al
cuerpo de una manera desaforada e ilógica. Hasta el más leve susurro puede
resonar en mi añejo cerebro como un disparo. Con tono grave, pausado, como si
de un diario radiofónico en una distante habitación se tratase, comentaban que
el desenlace estaba próximo y mi existencia se debía de contabilizar por horas.
Qué penoso aburrimiento. Tópicos y tópicos de los que vengo siendo protagonista
desde que tenía los ochenta años que ahora atenazan a mi hijo. Siempre supe que
viviría mucho, -y así lo hice saber a quien me preguntó-, pero cuando empecé a
ver como el saldo de mis quehaceres en este mundo comenzaba a ser negativo, que
necesitaba más cuidados de los que yo misma podía prodigar, la aseveración, que
en un principio podía considerarse simpática, se tornó con el tiempo en una miserable amenaza. Todo lo que el mundo puede
deber a alguien se paga cuando tienen que introducirte la cucharada de sopa en
una boca que poco hace más que babear y además, se da cuenta de ello. Es la
humillación un sentimiento que nunca desaparece; es más, se incrementa con la
edad. Cuando él me habla con suavidad mientras me pasa la esponja en el aseo,
mientras me cuenta las incidencias del día intentando eliminar el eterno olor a
orina que, según dice, siempre tenemos los viejos, no puede sacar de mí
interior, por más que lo intente, la congoja de verme como me veo y sentirme
como me siento.
Hubo una época en la que su edad y su
condición le daban fuerzas para atacar esta y cualquier tarea, pero, como todo,
el tiempo presenta sus credenciales cada mañana sin llamar a la puerta y
mientras la tarea aumentaba, las fuerzas disminuían y la idea de aguantar por
tiempo indefinido se tornaba para él, penosa. Contrató una mujer para que me
atendiera, pero viendo ésta lo ardua de la labor no tardó mucho en desistir.
Después de la primera vino una segunda... y una tercera, pero todo falló. Una
de ellas, incluso, estuvo a punto de librarme de todo esto. Me daba golpes
cuando la ausencia de testigos se lo permitía. Su crueldad me sorprendió en un
primer momento, pero, poco después y desgraciadamente, me hice a ella. Me llegó
a ilusionar la idea de que acabara con mi vida, pero sólo desahogaba sus
frustraciones dándome golpes insulsos, como de compromiso, como para que le
dejara de picar la mano. Nunca pude quejarme ante nadie de aquello debido a mi
inutilidad, pero... de haber podido, nadie se hubiera enterado por mí. Por
alguna circunstancia que desconozco, le tuvieron que zumbar los oídos a mi
hijo, por que de un día a otro mi potencial salvadora desapareció dejándome sin
aquella vana ilusión. ¿Cómo decirle el daño que me hizo su decisión? ¿Cómo
hacerle saber que anhelo morir para que su sufrimiento cese? Maldigo la
naturaleza que alimenta un cuerpo con la sustancia de otro, y esto lo hace con
nosotros. Le veo deshacerse poco a poco y mi corazón no para de latir. Palpita
con su declive y parece que con ello, este músculo de mi pecho, sólo hace que
fortalecerse. ¿Cómo puedo invertir el proceso y devolverle lo que le estoy
robando? Me alegro de no poder ver su cara ni su expresión, pero con el simple
contacto de la palma de su mano contra el dorso de la mía o sentir su fría y
arrugada mejilla cuando se acerca a besarme, es suficiente para hundir mi alma
en los agujeros más profundos del Universo.
Hemos
entrado en casa. La siento fría y la presiento oscura. Me ha dejado en la
salita, arropada con la salla de la mesa camilla. Después de quitarme la
chaqueta de lana, me ha besado y se ha ido renqueando a la cocina. Desde allí,
me llegan sus balbuceantes quejas y sus quejumbrosas llamadas al Altísimo Dice que hoy el reuma lo tiene baldado y
tiene que ser verdad. Oigo, en sus desplazamientos por la casa, como una de sus
piernas se deja arrastrar por la otra más que de costumbre. No comprendo como
es capaz de mover un peso muerto como yo. Diríase que la evolución de mi
inutilidad ha provocado en él una adaptación paralela y de su gran humanidad
sólo queda lo justo para poder conmigo. Está preparando la comida. Cualquier
cosa que nuestras blandas bocas puedan masticar y nuestros viejos estómagos
digerir. La puerta del frigorífico ya no se cierra haciendo sonar las botellas
que descansan en ella. Todo en el quehacer diario se ralentiza. Hace poco y
despacio. Vuelve a pasar por la salita y me da otro beso.
- Te voy a poner la tele para que te distraigas, mamá.
El
sonido del aparato ahoga, en parte, su
rutinario deambular y a pesar de que mi vista no puede captar sino
penumbras, el soniquete que produce, acompaña mis pensamientos. Tengo una
enorme sensación de calor en las piernas. Siempre, en invierno, al llegar a
casa, me quita los botines negros de piel y me pone las zapatillas de felpa. Ni
los unos ni las otras sirvieron para más que para evitar helarme, ya que, si
bien, cualquier otro tipo de sensaciones huyó hace tiempo de mis piernas, el sentimiento de frío o calor se
agudizó... – Lo mismo que la pena – Hoy, cambiármelos le parecerá un acto
inútil. Después de lo que le dijo el médico puede pensar que machacar su
espalda para tan nimio resultado es inútil. Percibo como se aproxima otra vez hacia
mí. Le oigo acercarse y, mientras tanto, me pregunto si hoy será capaz de
sortear el escalón del pasillo. Lleva años blasfemando a costa del maldito
escalón. Para llevarme al cuarto de baño o al dormitorio tiene -obligatoriamente-,
que salvarlo y para ello encargó unas cuñas de madera con las que las ruedas de
mi silla pudieran hacerlo, pero con el pasar
de los años y sus reumas, el asunto se tornó arduo. El simple hecho de
levantar la pierna le supone un esfuerzo extraordinario. Él no quiere que me
entere, pero ya no domina la situación. Sus roces y jadeos no pueden engañarme.
Entre la voz de mis pensamientos y la jauría de dolores que me acosa, siento
como me ha alejado de la mesa camilla y, mientras me deja en el pasillo, ante
el escalón, va por las cuñas. Oigo como se aleja pasillo adelante y, de las
profundidades de la memoria, me asalta el recuerdo de las mujeres que eliminé
de su vida. Cuantas putas quisieron quitármelo y yo lo evité. Hoy, ni
arrepentirme puedo de ello. Pasó el tiempo del remordimiento... Pasaron todos
los tiempos y sólo quedamos los dos y una vida que se arrastra hacia el
infinito. Llamo vehementemente a todas mis fuerzas posibles y las reúno en los
brazos. Dejo caer pesadamente mis manos del apoyo de la silla al regazo y cubro
una con la otra. Siento, entre una espesa niebla de sensaciones, las miríadas
de arrugas que las adornan mientras rozo lentamente una contra otra...
Despacio... Muy despacio... Qué bonitas manos tenía de joven. Cuidadas, suaves,
especialmente creadas para acariciar, para sentir, para absorber sensaciones.
Tal parece como si el destino hubiera sabido que la vista iba a durarme poco y
hubiese decidido colocar unas poéticas pupilas en las yemas de mis dedos... ¡Ya
viene! Percibo el cadencioso arrastrar de su pierna y la simple costumbre me
hace esperar el sonido de las cuñas al ser colocadas en el escalón. Pero no es
eso lo que llega a mis oídos. Un trastabilleo alocado... Un golpe seco... Un
brevísimo gemido y algo pesado que cae encima de mis manos... En el regazo...
Silencio...
Siento la cabeza de mi hijo entre las manos. Palpo
su cara con la punta de los dedos y no
consigo imaginar en que postura se encuentra. Sólo siento sus facciones
crispadas y quietas. Toco sus ojos abiertos y un escalofrío recorre mi inútil
fisonomía de arriba abajo. Algo espeso moja mis manos. Los ojos de mi alma
observan como el rojo líquido de la vida va encharcándome el regazo y a medida
que me empapa un fuerte pechizco de felicidad comienza a inundar mi aliento...
No palpita su cuello. ¡Está muerto!
Frío...
Su silencio
me habla como siempre y me llama con voz suave, tierna, de amor infinito, para
que le siga...
¡Hijo! Ya no tendrás que cebar el aliento de esta vieja.
Nunca más limpiarás sus mierdas. Por fin dejarás de emular contento en la voz
cuando son penas las que emanan de tu alma y al fin desatenderás amorosamente
esta reliquia del pasado, dejándola que muera, para que te siga sin rechistar.
Con una sonrisa en los labios y caminando sobre las nubes nos acercaremos
juntos allí donde hace tiempo deberíamos estar. Seguro que ya no nos espera
nadie y, por ello, será mas grata nuestra llegada.
Sonrío en lo más íntimo y con el billete en la mano
espero la llegada del momento de partir. Al fin venceré a éste tozudo corazón
que me ata al suelo y, en breve, dejará de atormentarme con sus latidos. Cuánta
razón tenía ese funcionario de los vivos cuando resumía en horas mi vida de
siglos y me enviaba a casa para ahorrarse mortajas… ¡Cuanta!
Por fin el vacío de tantos lustros
empieza a llenarse de dulce luz y a medida que se enfría la carne de mi carne
que sujeto entre mis piernas, se acerca el momento de emprender el más largo y
feliz de los viajes...
Aldade
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