domingo, 9 de junio de 2013

Aquí, esperando la muerte

            


AQUÍ, ESPERANDO LA MUERTE



 La tristeza, queridos colocotrocos, no es un estado del alma que denota melancolía, aflicción o pesadumbre -eso es de ricos-, sino un "no tengo ganas de ná" que te aplatana y empoltrona. Combatirla es tan necesario como respirar; así que ya sabéis, a guantazos con ella.
     Aquí os dejo una alegre historia para contenerla.






           Algo no funciona bien en la silla. Entre meneos y quietudes, percibo vibraciones  y sonidos a los que mi edad ya no concede importancia; es más, quién los tuviera siempre habitando entre los sentidos. Esta cuadriga geriátrica que arrastrada por un solo y escuálido jamelgo no sabe donde aparcar la mortecina alma que transporta.

            Desde que salimos del hospital, no me ha dirigido la palabra; pero no es necesario. Su mente me envía continuos mensajes utilizando todo lo que nos rodea como medio: Una mirada, un silencio, un jadeo, un chasquido de lengua; todo sirve para hacerme llegar su frustración, su rabia... su amor. El sentido de la responsabilidad que tanto tiempo me llevó meterle en ese enorme cuerpo que, como madre, le di, no alcanza para cubrir la desazón y los sinsabores que le causo por no haber muerto aun. Mientras intenta meternos a mí y a la silla en el pequeño ascensor, hago cuentas de lo cruel que puede llegar a ser una circunstancia si se toma a contrapelo; si no se acepta como lógica o normal. Desbasta, raspa, pule, desgarra y destruye lo que en su evolución se pasó de rosca. Si mis silenciosos ciento tres años no fueran un acopio de vidas y moradas, pensaría que esta situación es un castigo personalizado. Una pena impuesta por Dios para hacerme purgar alguna culpa. Pero ni para remordimientos quedan fuerzas, Entre metálicos golpes con las paredes y meneos que buscan poder cerrar la puerta del elevador, recuerdo con envidia aquellas viejecitas centenarias que nos muestran, de vez en cuando, por la televisión, rodeadas de hijos, nietos, biznietos... Caras felices, sonrisas desdentadas, tartas pobladas de velas que siempre apaga cualquiera otro menos el interesado. Un comentarista que, indefectiblemente, llama la atención sobre lo bien que se apaña. “Y cose sin gafas...” “Y pasea todos los días...” “Y come de todo...”. Yo sólo tuve un hijo, que ni marido tuve... Sólo un hijo. Nació de mí, vivió de mí, vive conmigo y conmigo morirá.

           ¡Qué vida más árida! ¡Qué vida esta! El pobre está muy torpe. Algunas veces creo que no podrá conmigo y me dejará en cualquier sitio para que muera y poder descansar de una vez, pero no se atreve. Su respiración se acelera y me envía el mensaje de rabia y amor que espero todos los días.

            Ayer lo pasé realmente mal. No fue dolor, ni miedo, sólo fue vacío. Escuché como el médico le cuchicheaba que sólo se podía esperar lo peor.-Ni que eso que ellos llaman lo peor, fuera realmente así-. Evidentemente olvidaron que, si bien no puedo andar, la vista me abandonó hace años, el habla mucho tiempo ha que desapareció de mi garganta y multitud de otras posibilidades se fueron cayendo poco a poco, el oído y la vida se me pegaron al cuerpo de una manera desaforada e ilógica. Hasta el más leve susurro puede resonar en mi añejo cerebro como un disparo. Con tono grave, pausado, como si de un diario radiofónico en una distante habitación se tratase, comentaban que el desenlace estaba próximo y mi existencia se debía de contabilizar por horas. Qué penoso aburrimiento. Tópicos y tópicos de los que vengo siendo protagonista desde que tenía los ochenta años que ahora atenazan a mi hijo. Siempre supe que viviría mucho, -y así lo hice saber a quien me preguntó-, pero cuando empecé a ver como el saldo de mis quehaceres en este mundo comenzaba a ser negativo, que necesitaba más cuidados de los que yo misma podía prodigar, la aseveración, que en un principio podía considerarse simpática, se tornó con el tiempo en una  miserable amenaza. Todo lo que el mundo puede deber a alguien se paga cuando tienen que introducirte la cucharada de sopa en una boca que poco hace más que babear y además, se da cuenta de ello. Es la humillación un sentimiento que nunca desaparece; es más, se incrementa con la edad. Cuando él me habla con suavidad mientras me pasa la esponja en el aseo, mientras me cuenta las incidencias del día intentando eliminar el eterno olor a orina que, según dice, siempre tenemos los viejos, no puede sacar de mí interior, por más que lo intente, la congoja de verme como me veo y sentirme como me siento.

           Hubo una época en la que su edad y su condición le daban fuerzas para atacar esta y cualquier tarea, pero, como todo, el tiempo presenta sus credenciales cada mañana sin llamar a la puerta y mientras la tarea aumentaba, las fuerzas disminuían y la idea de aguantar por tiempo indefinido se tornaba para él, penosa. Contrató una mujer para que me atendiera, pero viendo ésta lo ardua de la labor no tardó mucho en desistir. Después de la primera vino una segunda... y una tercera, pero todo falló. Una de ellas, incluso, estuvo a punto de librarme de todo esto. Me daba golpes cuando la ausencia de testigos se lo permitía. Su crueldad me sorprendió en un primer momento, pero, poco después y desgraciadamente, me hice a ella. Me llegó a ilusionar la idea de que acabara con mi vida, pero sólo desahogaba sus frustraciones dándome golpes insulsos, como de compromiso, como para que le dejara de picar la mano. Nunca pude quejarme ante nadie de aquello debido a mi inutilidad, pero... de haber podido, nadie se hubiera enterado por mí. Por alguna circunstancia que desconozco, le tuvieron que zumbar los oídos a mi hijo, por que de un día a otro mi potencial salvadora desapareció dejándome sin aquella vana ilusión. ¿Cómo decirle el daño que me hizo su decisión? ¿Cómo hacerle saber que anhelo morir para que su sufrimiento cese? Maldigo la naturaleza que alimenta un cuerpo con la sustancia de otro, y esto lo hace con nosotros. Le veo deshacerse poco a poco y mi corazón no para de latir. Palpita con su declive y parece que con ello, este músculo de mi pecho, sólo hace que fortalecerse. ¿Cómo puedo invertir el proceso y devolverle lo que le estoy robando? Me alegro de no poder ver su cara ni su expresión, pero con el simple contacto de la palma de su mano contra el dorso de la mía o sentir su fría y arrugada mejilla cuando se acerca a besarme, es suficiente para hundir mi alma en los agujeros más profundos del Universo.

          Hemos entrado en casa. La siento fría y la presiento oscura. Me ha dejado en la salita, arropada con la salla de la mesa camilla. Después de quitarme la chaqueta de lana, me ha besado y se ha ido renqueando a la cocina. Desde allí, me llegan sus balbuceantes quejas y sus quejumbrosas llamadas al Altísimo  Dice que hoy el reuma lo tiene baldado y tiene que ser verdad. Oigo, en sus desplazamientos por la casa, como una de sus piernas se deja arrastrar por la otra más que de costumbre. No comprendo como es capaz de mover un peso muerto como yo. Diríase que la evolución de mi inutilidad ha provocado en él una adaptación paralela y de su gran humanidad sólo queda lo justo para poder conmigo. Está preparando la comida. Cualquier cosa que nuestras blandas bocas puedan masticar y nuestros viejos estómagos digerir. La puerta del frigorífico ya no se cierra haciendo sonar las botellas que descansan en ella. Todo en el quehacer diario se ralentiza. Hace poco y despacio. Vuelve a pasar por la salita y me da otro beso.

          - Te voy a poner la tele para que te distraigas, mamá.

El sonido del aparato ahoga, en parte, su  rutinario deambular y a pesar de que mi vista no puede captar sino penumbras, el soniquete que produce, acompaña mis pensamientos. Tengo una enorme sensación de calor en las piernas. Siempre, en invierno, al llegar a casa, me quita los botines negros de piel y me pone las zapatillas de felpa. Ni los unos ni las otras sirvieron para más que para evitar helarme, ya que, si bien, cualquier otro tipo de sensaciones huyó hace tiempo de mis piernas, el sentimiento de frío o calor se agudizó... – Lo mismo que la pena – Hoy, cambiármelos le parecerá un acto inútil. Después de lo que le dijo el médico puede pensar que machacar su espalda para tan nimio resultado es inútil. Percibo como se aproxima otra vez hacia mí. Le oigo acercarse y, mientras tanto, me pregunto si hoy será capaz de sortear el escalón del pasillo. Lleva años blasfemando a costa del maldito escalón. Para llevarme al cuarto de baño o al dormitorio tiene -obligatoriamente-, que salvarlo y para ello encargó unas cuñas de madera con las que las ruedas de mi silla pudieran hacerlo, pero con el pasar  de los años y sus reumas, el asunto se tornó arduo. El simple hecho de levantar la pierna le supone un esfuerzo extraordinario. Él no quiere que me entere, pero ya no domina la situación. Sus roces y jadeos no pueden engañarme. Entre la voz de mis pensamientos y la jauría de dolores que me acosa, siento como me ha alejado de la mesa camilla y, mientras me deja en el pasillo, ante el escalón, va por las cuñas. Oigo como se aleja pasillo adelante y, de las profundidades de la memoria, me asalta el recuerdo de las mujeres que eliminé de su vida. Cuantas putas quisieron quitármelo y yo lo evité. Hoy, ni arrepentirme puedo de ello. Pasó el tiempo del remordimiento... Pasaron todos los tiempos y sólo quedamos los dos y una vida que se arrastra hacia el infinito. Llamo vehementemente a todas mis fuerzas posibles y las reúno en los brazos. Dejo caer pesadamente mis manos del apoyo de la silla al regazo y cubro una con la otra. Siento, entre una espesa niebla de sensaciones, las miríadas de arrugas que las adornan mientras rozo lentamente una contra otra... Despacio... Muy despacio... Qué bonitas manos tenía de joven. Cuidadas, suaves, especialmente creadas para acariciar, para sentir, para absorber sensaciones. Tal parece como si el destino hubiera sabido que la vista iba a durarme poco y hubiese decidido colocar unas poéticas pupilas en las yemas de mis dedos... ¡Ya viene! Percibo el cadencioso arrastrar de su pierna y la simple costumbre me hace esperar el sonido de las cuñas al ser colocadas en el escalón. Pero no es eso lo que llega a mis oídos. Un trastabilleo alocado... Un golpe seco... Un brevísimo gemido y algo pesado que cae encima de mis manos... En el regazo...

Silencio...

            Siento la cabeza de mi hijo entre las manos. Palpo su  cara con la punta de los dedos y no consigo imaginar en que postura se encuentra. Sólo siento sus facciones crispadas y quietas. Toco sus ojos abiertos y un escalofrío recorre mi inútil fisonomía de arriba abajo. Algo espeso moja mis manos. Los ojos de mi alma observan como el rojo líquido de la vida va encharcándome el regazo y a medida que me empapa un fuerte pechizco de felicidad comienza a inundar mi aliento... No palpita su cuello. ¡Está muerto!

              Frío...

           Su silencio me habla como siempre y me llama con voz suave, tierna, de amor infinito, para que le siga...

            ¡Hijo! Ya no tendrás que cebar el aliento de esta vieja. Nunca más limpiarás sus mierdas. Por fin dejarás de emular contento en la voz cuando son penas las que emanan de tu alma y al fin desatenderás amorosamente esta reliquia del pasado, dejándola que muera, para que te siga sin rechistar. Con una sonrisa en los labios y caminando sobre las nubes nos acercaremos juntos allí donde hace tiempo deberíamos estar. Seguro que ya no nos espera nadie y, por ello, será mas grata nuestra llegada.

            Sonrío en lo más íntimo y con el billete en la mano espero la llegada del momento de partir. Al fin venceré a éste tozudo corazón que me ata al suelo y, en breve, dejará de atormentarme con sus latidos. Cuánta razón tenía ese funcionario de los vivos cuando resumía en horas mi vida de siglos y me enviaba a casa para ahorrarse mortajas… ¡Cuanta!

            Por fin el vacío de tantos lustros empieza a llenarse de dulce luz y a medida que se enfría la carne de mi carne que sujeto entre mis piernas, se acerca el momento de emprender el más largo y feliz de los viajes... 





Aldade

                       

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