COSAS DE LA VIDA (Segunda parte)
Estimados Colocotrocos: Espero que esta locura de historia, no sea circunstancia agravante y me echéis más pestes de las que yo pudiera echarme; pero, si bien es verdad, que lo escrito, escrito está; no me vendría mal que me dijerais que os parece. Tened seguro que aquel que diga que no le gustó, tendrá mi más sincero desprecio... -es broma, o no, depende del día-.
Desta, que ha permanecido todo el tiempo junto a los
chiquillos comprueba que uno de ellos, el mayor, hijo de Lina, ha vivido la
escena con nerviosismo. No dejó ni un momento de tocarse los órganos sexuales y
eso sólo quiere decir una cosa: que no va a pasar mucho tiempo en el grupo;
pronto habrá que echarle.
Las siguientes jornadas transcurren con la rutina de la
supervivencia. Desta y Dora encontraron un camino nuevo al río menos arriesgado
que el que usaron los dos primeros días, pero más largo. En vez de ir directos,
rodea el cañaveral y les lleva a una despejada playa de arena gruesa en la que
se puede beber sin miedo a que nadie se acerque sin ser visto.
A los pocos días, en una salida para buscar comida, una
serpiente picó a Resa en el muslo y desde ese momento, sólo una vez más bajó a
beber al río; de eso hace ya tres días. Desta no para de lamerle la herida, pero
el aspecto de la pierna es cada vez peor: sin tomar agua y con la escasa comida
que le proporcionan sus compañeras, se debilita día a día. A todo esto hay que
sumar el hecho de que el abrigo que ocupan está infectado de chinches y garrapatas
y a ningún miembro del grupo se le escapa que ahí, no pueden estar mucho
tiempo.
Resa pasa el día sentada y con la mirada fija en la línea
negra del horizonte y eso intriga a Mila que, como pidiendo respuestas, se sienta
de vez en cuando a su lado. Con el cuerpo, con la mirada, con todo, Resa pide a
Mila que lleve al grupo allí: a la lejana línea negra de horizonte que siempre
la atrajo tanto… y Mila sabe que obedecerá esta última orden. Mila es, de hecho, la nueva jefa. Desta está demasiado vieja para suceder a su
hermana y es consciente de ello; si quiera hizo intentos de oponerse a Mila
cuando esta comenzó a tomar decisiones. Al
quinto día, Resa empeora. La pierna está morada desde la cadera hasta la
rodilla y no puede moverla, aunque lo peor es que, entre el sudor y el
sufrimiento, se está dejando morir. Mila y Desta lo saben y no van a hacer nada
por remediarlo.
Ese mismo día, al amanecer, el grupo de búsqueda de comida
ha matado un toro y junto a las raíces, frutos y otras cosas que tenían almacenadas, les permitirá mantenerse
durante algunas jornadas más. La alegría por la comida supera con mucho al
hecho de que Resa haya dejado de moverse y su color sea el de los blancos
cantos del río; es más, diríase que aquel cuerpo muerto que va a pudrirse
pegado a la pared del abrigo, no hubiera sido nunca nada para el grupo.
Cuando, al poco tiempo acaban con la carne del toro, Resa
ya está en irremisible estado de descomposición y ni la cara, el pelo, los
pechos… da pistas sobre la fortaleza que
un tiempo atrás, hospedaran.
Mila sabe que hacer y, con el mismo impulso de voluntad que
un día usó la difunta Resa, pone en marcha al grupo. Las mujeres, los chicos, y
los tíos que siempre las siguen, no necesitan que les concrete nada, no
necesitan protocolos ni directrices, hacen lo que Mila cree que deben hacer y…
¡ya está!, sin dilaciones, sin justificarse en nada.
Mila, la nueva jefa, tiene claro el camino. La línea negra
le espera allá, al fondo de todo lo que se ve. Nunca antes recuerda haber
estado allí; si quiera lo suficientemente cerca como para que dejara de ser una
línea negra en el horizonte, pero la atracción que ejercía sobre Resa es el
único e intangible legado que esta le dejó y no tiene por más que aprovecharlo.
A su básica inteligencia no se le escapa que el camino es largo y, como todo en
este maldito mundo, difícil y desagradecido, pero… no tienen otra cosa que
hacer.
Las nubes aparecen una buena mañana y Mila interpreta la
señal: Buen momento para emprender el camino. No han llegado aún al río que deben atravesar
y la lluvia se les une al trayecto. Copiosa pero amable, la reciben con ilusión
y algarabía. Los niños saltan sobre los charcos de la senda y las mujeres se
frotan los cabellos y el resto del cuerpo ayudando al agua a desprender la
suciedad que se les acumula encima. La piel recupera su color y el pelo negro
aparece bajo el barro. El caminar se hace más dinámico y alegre y el habitual
silencio se ocupa con una colección de gritos y murmullos poco frecuentes. Los
chiquillos al centro, en vanguardia Dora y cerrando el grupo, Mila con el resto
de las mujeres.
Cuando llegan al río, comprueban que el chubasco lo ha
hecho crecer dificultando su vadeo y cada mujer
ataca aquel caldo violento y marrón con un chiquillo a horcajadas sobre
sus hombros; todos menos el niño mayor que, aunque el agua le llega al cuello,
se apaña sin ayuda. Ese y los días
siguientes atravesarán otros ríos, grandes y pequeños, zonas desérticas donde
el suelo les abrasa los pies, cerrados bosques de pinos y encinas, barrancos… y
la línea negra del horizonte sigue allí, impertérrita, como desafiando la
voluntariosa misión de Mila y su grupo. A medida que avanzan cambia el paisaje,
las plantas, los animales, todo; todo menos los palos que se mueven; esos están
siempre ahí llamando ahora la atención de Mila como antes lo hacía de Desta.
¿Por qué no crecen?, ¿Porqué no se marchitan como las otras plantas?; son todos
iguales, ni grandes ni pequeños, iguales… Mila no alcanza a comprender muchas
cosas de las que rodean su mundo, pero eso ni le quita el sueño ni distrae su
responsabilidad de mantener al grupo activo y entero. Mila –sólo hay que verla-
no está para preguntarse sobre si su misión en ese mundo es tal o cual, tampoco
para encontrar justificación a una vida tan dura e inhóspita, Mila está para lo
que está, vivir y ayudar a vivir a su clan; nada más entra en sus pensamientos.
Comen lo que la
tierra les ofrece; poco y sin ninguna cadencia previsible; llevan varios días
sin carne y los cardillos se han convertido en los protagonistas de una escasa
dieta que complementan con insectos y caracoles. Al amanecer, escucharon una gran agitación
entre los matorrales a poca distancia de donde estaban pernoctando. Olía a
hombre y a sangre. Cuando la perturbación había pasado, Dora y Desta salieron a
explorar y al poco tiempo regresaron arrastrando por los tobillos el cuerpo de
un tío muerto. Era pequeño y escuálido; tenía una pierna mucho más pequeña que
la otra, un agujero en el cuello y otro mucho más grande en el estómago. Ese
día comen bien. Dora ofrece a Mila el primer bocado: el pene y los testículos
de la pieza, como debe ser y el resto de la carne llega hasta el último de los
niños.
Al medio día, con el calor de protagonista y la somnolencia
propia de los estómagos llenos, la escena es más relajada que de costumbre; -ni
los niños se mueven- hasta que algo solivianta la paz del grupo. Uno de los
chicos, el mayor, se ha ido acercando poco a poco a Mía que, tendida de lado en
el suelo, duerme placidamente. Con el descaro que da la necesidad, comienza a
frotar sus excitados órganos sexuales contra las nalgas de Mía; esta, al sentirlo, da un respingo y,
poniéndose de pie, agarra al chico de la cabellera zarandeándolo con una
violencia inusitada; arañando su cara le lanza patadas que buscan sin decoro su
entrepierna. Mila y el grupo observan la violenta escena con una cierto y
contenido nerviosismo: algo les dice que no deben intervenir. Los niños se
arremolinan alrededor de Dora que sin prestarles atención, permite que se
refugien bajo sus brazos, entre sus pechos y junto a sus piernas; está rodeada
de chiquillos asustados. Como queriendo dar por acabada la paliza, Mía le da un
fuerte empujón alejándolo de ella; el chico cae sobre la tierra deslizándose
por encima y se queda quieto, como muerto. Mía se ha quedado inmóvil, de pié, como
esperando su reacción. Unos instantes pasan hasta que se levanta
lentamente; desolladas las rodillas,
sucio y sudoroso, con rabia en el gesto; lanza una mirada a todo el grupo, uno
por uno terminando en Mila, la jefa, y tras un sonoro bramido, gira sobre sus
pies y corre veloz a perderse entre los matorrales… No volverán a verle más
como a un chiquillo.
Ahora, cuando todo ha vuelto a calmarse, Mila piensa que cada
vez son menos caminando hacia al línea negra. Desde que iniciaron el viaje las
cosas han cambiado bastante: dos chicos han muerto, otro creció y se fue, Resa, su madre y antigua jefa del
grupo, se quedó sin vida en aquel abrigo de piedra, además, Desta, su tía, más
que una ayuda es una carga y pronto llegará su hora. Su instinto le dice que
deben acelerar el paso; que aunque Mía y Lina estén preñadas, no es suficiente
y a esta velocidad de marcha, nadie llegará a ese lejano destino. Ante esta
determinación, al grupo no le queda otro remedio que redoblar el esfuerzo
aumentando el ritmo.
Durante las jornadas que siguen, el agotamiento hace mella
entre algunos. Para Desta, seguirlos es una tortura evidente: el esfuerzo y la
escasa o nula alimentación está convirtiendo en un saco de huesos a la otrora
fuerte y dinámica mujer. Su estatus ha bajado tanto en el grupo que a la hora
de repartir la comida, está –incluso- por detrás de los niños. A una de las
chiquillas le ha sorprendido la menstruación y automáticamente dejó sus juegos
con el resto de los críos y lo que en otro momento hubiera sido motivo de alegría,
ahora es otro problema; los hombres la huelen y, hasta que la preñen, será un
ir y venir de tíos peleándose.
Momentos antes del anochecer, a Mila le pareció ver la
línea negra más ancha que de costumbre, como si el viaje que habían emprendido
empezara a dar sus frutos; llevan mucho tiempo en marcha y desde hace bastantes
días, el terreno por donde pasan es completamente nuevo para ella. Cuando al
caer la noche, se detienen a descansar, observa con cierta curiosidad como si
algunas estrellas se hubieran posado encima de la línea negra formado una
procesión perfecta, como si una gran cantidad de luciérnagas estuvieran
descansando en el horizonte. La sensación es extraña; hasta ese momento no se
había dado cuenta. Absorta como está, no
advierte como Desta, su vieja tía, se interna en el monte. Otros miembros del
grupo sí se dan cuenta, pero no hacen nada, todos dan por hecho lo que la vieja
mujer pretende… y eso que busca, algo tiene que ver con la muerte.
Poco antes de amanecer, emprenden nuevamente su viaje. Por
la noche han oído a los lobos y a ninguno
de los del clan se les escapa que Desta les ha servido de sustento; ha
preferido morir sin sufrir la agonía de su hermana Resa. A nadie entristece la falta
de Desta, por que todos saben que la muerte no es más que una fase más de la
vida y no son ellos nadie para decidir quien vive y quien muere, además, qué es
la muerte para mentes tan ocupadas en el día a día; pensar en otra cosa sería
un derroche inexcusable.
La mañana es fresca y algunos árboles de hoja caduca
empiezan poco a poco a dejarlas caer al suelo. Mila sabe que si no alcanzan
pronto la línea negra, deberán quedarse a pasar el invierno en alguna cueva y
abandonar el viaje hasta la siguiente primavera. El frío es de esas cosas que
vienen tan de poco en poco que no te das cuenta y, cando lo tienes encima es tarde
y ha matado ya a tres o cuatro niños, así es que no deben descansar más de lo
necesario; de hecho no se detienen a buscar comida, sólo se alimentan de la que
encuentran en el propio camino. Con el agua lo tienen algo mejor; el terreno
por el que llevan varios días discurriendo esta salteado por numerosos arroyos y
eso, afortunadamente, no es un problema más. Se detienen a beber en uno de
ellos cuando un olor reconocible despierta la atención de la jefa. Es humano,
pero no de hombre, sino de mujer y prestando la debida atención hacia el lugar
de su procedencia, se percata de que los matorrales esconden con dificultad a
su dueña. Una cabeza joven se deja ver entre el ramaje; ojos expectantes se
esconden asustado. Mila no percibe el olor de más individuos, así que baja su
inicial nivel de alerta al no reconocerla como amenaza; a pesar de ello, lanza
un grito para asustarla y la cabeza se oculta rápidamente. La operación se
repite varias veces con el mismo resultado aunque, progresivamente, los gritos y aspavientos de Mila son menos
amenazadores y su perseguidora tarda, cada vez, más en ocultarse.
Pasado el sol de mediodía,
la hembra les sigue descaradamente, sin esconderse en absoluto. Denota
un punto de temor evidente; temor que no es capaz de ocultar un cierto orgullo
en la forma de caminar y un atisbo de altivez en el gesto. Alta y bien formada,
deja ver que ha comido bien últimamente y la larga y enmarañada cabellera negra
no da para cubrirle unos inflados pechos; ha parido hace poco y gritan a los
cuatro vientos su necesidad de ser mamados. Tiene físico de líder y eso
incomoda a Mila. Su recién ganada posición no ha cuajado lo suficiente aún como
para sentirse segura de sí en ese aspecto.
A media tarde paran en un sombreado remanso del río y
mujeres y niños se acomodan para descansar; todos menos Dora y Mía que se
encargan de la vigilancia. La extraña se ha recostado en un árbol y entrecierra
los ojos a pocos metros del grupo. Uno de los niños, el más pequeño, llevado
por el descaro del que carecen los demás, se acerca a ella sin que es resto se
de cuenta y con la aquiescencia de la mujer, comienza a mamar de uno de sus
pechos. Al poco, otro de los chiquillos hace lo mismo y un tercero, reparando
en que ya no hay pecho al que asirse prorrumpe en un sonoro llanto. Tanto las
de guardia -para las que la escena hasta ese momento había pasado desapercibida-,
como el resto, se sobresaltan y tras la sorpresa inicial se mantienen
expectantes esperando que Mila, la jefa, tome alguna iniciativa. Esta salta
sobre sus pies y alcanzando en pocos pasos el lugar de la escena, arranca
abruptamente a los niños de su placentera ocupación. Asidos por la cabellera y
arrastrados por el suelo son devueltos al grupo de chiquillos que rompen a llorar solidariamente. Mila se
vuelve y mira a la extraña buscando sus ojos; observa como sus pechos se agitan
rezumando leche y sin cambiar de postura, le devuelve la mirada con un gesto
que denota mitad enfado y mitad preocupación. Tras unos tensos segundos, los
niños callan, Mila se sienta de nuevo en
el suelo y la extraña cierra los ojos.
Los palos que se mueven se han vuelto locos; para la jefa
no cabe duda: Los palos tienen algo que ver con el grupo: Siempre que sucede algo
en él, siempre que algo cambia el diario devenir de las cosas, los palos se
agitan, se remueven, es como si el corazón de los integrantes del grupo también
bombeara su sabia.
Esa noche salen a cazar. Mila, Lina y Dora forman el grupo
de caza y esta última encuentra un rastro que no puede ser más que el de un
grupo de venados. Saben de la dificultad que comporta su captura, pero
necesitan carne. Son muchos los días a base de vegetales y la falta de grasa se
nota descaradamente en la extrema delgadez de los niños. No pasa mucho tiempo
hasta que Dora endurece sus facciones y dirige su sensible nariz hacia una zona
del bosque de encinas que tienen delante. Las jaras ocultan algo. Si sigilosa
era la marcha hasta ese momento, a partir de ahora sus pasos se vuelven
imperceptibles. Con el aire en contra y la respiración contenida, sujetan con
fuerza los sencillos palos que utilizan como arma y aguzan todos los sentidos.
Dora que comanda el grupo se para y con un ligero movimiento de cabeza hace que
sus compañeras se dirijan a derecha e izquierda buscando rodear una presa que
aún no ven. No bien se han separado diez o doce pasos a cada lado, Dora salta
hacia los matorrales dando un sonoro y desgarrador grito. Todo sucede en unos
pocos segundos. Los componentes de un grupo de venados que pastaban
tranquilamente en el silencio y la paz de la noche, se dispersan huyendo en
todas las direcciones. Saltan, brinca, driblan y en nada, desaparecen. Las tres
integrantes del grupo de caza confluyen jadeantes en un claro del bosque sin
que ningún animal haya sido acorralado. Se miran agitadas y con cierto
desconsuelo en sus ojos. Saben que no pueden permitirse derrochar energías en infructuosos
ataques como ese; pero también saben que de nada servirá que continúen mucho
tiempo mascullando de donde pudo provenir el error. De improviso, un sonoro
agitar de matorrales les sobresalta a un lado. Como sopladas por el viento de
la necesidad, corren desaforadas en esa dirección y tras apartar los matorrales
que le impiden la visión comprueban que alguien les ha ganado esa partida.
La extraña, la mujer que les sigue, está a horcajadas sobre
el costado de una cierva que patalea y se agita sin conseguir levantarse. Tiene
fuertemente sujeta la cabeza del animal por una oreja y el hocico y mientras
mira orgullosa una a una a las sorprendidas mujeres del grupo de caza, retuerce
con un rápido movimiento el cuello de la asustada bestia. Inmediatamente la resistencia
ceja y la extraña suelta su presa, se reincorpora y, de pié ante su trofeo, la
ofrece con un gesto solemne al sorprendido grupo.
Como siempre que hay comida, el humor y el ánimo del clan
mejoran ostensiblemente. La recién llegada ha hecho uso de la cierva cazada como
quien pone su sello de autoridad. Al regresar al claro, las mujeres y niños la
rodean alborozados tocándola, acariciándola y envolviendo su ego en un murmullo
de admiración que lejos de agradar a Mila la hiere ostensiblemente. La jefa se
mantiene al margen de la bulliciosa ceremonia de glorificación con la que el
grupo recibe a la extraña, pero sus ojos no dejan de escudriñar cada uno de los
detalles. Camina artificialmente erguida con la ruidosa cohorte girando a su
alrededor; los hombros hacia delante, la cabellera, apelmazada de barro y grasa
dejan ver entre sus mechones los músculos de una espalda en tensión, mientras
tanto e inmediatamente detrás, Lina y Dora transportan con diligencia el
despiece del trofeo.
Se está pavoneando.
Después de que el grupo saciara su hambre, todos sus
integrantes se desparraman por el claro. Dormitan mientras digieren la carne
que les ha proporcionado la extraña. Mila, como líder del clan, ostenta el
derecho al hígado y al corazón de la pieza cobrada, pero en vez de consumirlos
rápidamente como sería de esperar, sentada como está, los mantiene en el suelo
junto a su pierna derecha. No puede despegar su mirada de la extraña que, con
el estómago lleno, duerme plácidamente bajo la sombra de un majuelo con varios
niños que la utilizan como improvisada almohada. Al poco y como con desgana,
comienza a comerse el hígado. Mordisco tras mordisco la desazón inunda su
pecho…
Al día siguiente, Mila inicia la marcha aún de noche; ha
pasado gran parte de la misma en vela y eso le dio pié a observar la línea
negra del horizonte con atención y. algo le pareció ver que se movía sobre
ella. Cuando inicia el paso, todos se levantan de sus improvisados lugares de
descanso y sin preguntarse por qué –como siempre- la siguen obedientemente,
pero unos segundos después del que el último del clan se uniera a la comitiva,
un grito se escucha a sus espaldas. Todos, con Mila a la cabeza, se vuelven y
comprueban como la extraña les indica con imperiosos gestos que la sigan en dirección
opuesta. Todos, incluidas las hermanas de Mila, miran hacia su jefa
inquisitivamente y tras ciertas vacilaciones, algunos, vuelven sobre sus pasos
en dirección a la extraña. Como si del
salto de una jineta estuviéramos hablando, Mila alcaza a la primera de las
mujeres que se había dado la vuelta y,
den un fuerte tirón de la cabellera, la tira al suelo; mira a la extraña y le
dirige un furioso y desgarrador grito. Durante unos segundos se palpa la
quietud de las expectativas: El clan huele a sangre. Mila, sin perder los ojos
de la extraña, vuelve lentamente su cuerpo y comienza a caminar muy lentamente
en dirección a la línea negra. La extraña, resoplando y con el ceño fruncido,
cede e inicia poco a poco y como si luchara contra un impedimento invisible, el
mismo camino que la jefa… Los demás hacen lo mismo.
Pronto, justo después de amanecer,
comprueban que el día les va a castigar con una buena dosis de calor. Ni una nube se ve sobre la línea negra del
horizonte, ni una ligera brisa sobre la copa de los árboles y la línea ya no es
una línea. Parece como un oscuro pasillo que separa el cielo de la tierra; algo
así como para que no se mezclen. La perspectiva no permite a Mila calcular la
distancia, pero algo dentro de ella le dice que ya no queda tanto camino por
recorrer. Cruzan un arroyo bastante caudaloso y sus aguas no son tan limpias
como la de otros que han vadeado: huelen mal y su turbiedad impide ver el
fondo, pero la gran cantidad de ranas les aporta una buena dosis de comida al
grupo y diversión para los niños. Cuando se disponen a abandonar la franja de
humedad que acompaña la corriente de agua aparece ante ellos un extenso páramo
casi desprovisto de árboles y en el que el sol se enseñorea a conciencia. Mila,
con todo el clan expectante a sus espaldas, otea y tras pocos segundos de
análisis se sienta al frescor de una gran olivilla. Todos los demás la imitan.
El sol grita desaforadamente
haciendo sudar todo lo vivo y secando todo lo inanimado. La atmósfera es
espesa, pesada, viscosa. Las chicharras compiten unas con otras por ser oídas
hasta que alertadas por un sonido que no es el suyo, callan al unísono. Uno de los
niños, tras un corto gemido se incorpora y vomita todo el grumoso contenido de
su estómago sobre la pierna de la extraña. Lo que antes fue su cómoda almohada,
es ahora un maloliente engrudo de carne de rana. Algunos abren los ojos con
desgana para cerrarlos poco después con un evidente desinterés. La extraña,
incorporándose ligeramente, posa la mano sobre el occipucio del chico como
intentando apaciguar la acelerada respiración que le queda. Poco a poco,
recupera el resuello y con lentitud e indolencia se recuesta de nuevo sin
preocuparse de la hedionda plasta a medio digerir sobre la que descansa. La
extraña hace lo mismo bajo la mirada de Mila que, con un ligero gesto de furia
en la boca y serenidad en los ojos, sabe lo que debe hacer. Las horas pasan escurriéndose lentamente por
la inclinada pendiente vespertina; diríase que quieren emular al sudor que la
tórrida tarde extrae de los cuerpos tendidos bajo la olivilla. Sólo las
molestas moscas son capaces de provocar algo de movimiento entre los
integrantes del clan. Pesadas, inasequibles al desaliento, se empecinan en
obtener algún beneficio de la sucia y
ajada piel de los humanos. La reseca vomitona que regurgitara hace rato el
chiquillo, las excita, las subleva llevando su orgía alimenticia a extremos
dolorosos. La extraña, harta ya de espantar insectos, incorporándose, ase al
niño de un brazo y, como si de un objeto se tratara, lo arrastra fuera del
alcance del molesto enjambre. Con eficacia instintiva, se tiende colocando a la
criatura en su regazo y retoman ambos la pesada siesta.
…Un ronco grito saca al grupo del
pesado sopor en el que estaban inmersos. Mila aparece estrangulando a la
intrusa con su musculoso brazo izquierdo. El chiquillo que dormitaba en su
regazo da un respingo y se aleja de su protectora buscando cobijo al lado de
Dora. Mila sostiene a la intrusa por el cuello; esta patalea y se revuelve con
inútil violencia. Su rostro se enrojece por momentos y sus ojos vagan
caóticamente dentro de las órbitas. La jefa, con ademán soberbio, resiste sobrada
los empellones que la intrusa da intentando liberarse y mirando a sus súbditos,
esgrime los dedos índice y corazón de su
mano diestra para arrancar de un rápido movimiento el ojo derecho de su
víctima. Una vez en la palma de su mano, lo arroja con violencia a un zarzal
cercano. Eternos se hacen los segundos que la reina del clan mantiene presa de
su brazo a la intrusa. Cuando esta aminora los ahogados gritos y sus
movimientos son apagados por el cansancio, Mila la deja caer al suelo
sollozante y ensangrentada. Se oculta la cara con las manos y entre sordos
gemidos de dolor, varios hilillos de sangre resbalan entre sus dedos. Mila, jadeante,
permanece quieta a la vera de la intrusa. Su mirada ha cambiado y se podría
decir que un rayo de compasión atraviesa su real gesto. Poco a poco el brazo
que otrora la asfixiara, pasa a acariciar la enmarañada melena de la intrusa. Así
permanece hasta que, derrotada por lo vivido, esta deja de emitir ruidos y se
rinde cabeza abajo sobre el muslo de Mila.
Sólo el zumbido de los palos que se mueven se eleva sobre
un silencio tenso y expectante.
Aldade
(continuará...)
Aldade
(continuará...)
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