martes, 4 de junio de 2013

Cosas de la vida (Segunda parte)


COSAS DE LA VIDA (Segunda parte)






Estimados Colocotrocos: Espero que esta locura de historia, no sea circunstancia agravante y me echéis más pestes de las que yo pudiera echarme; pero, si bien es verdad, que lo escrito, escrito está; no me vendría mal que me dijerais que os parece. Tened seguro que aquel que diga que no le gustó, tendrá mi más sincero desprecio... -es broma, o no, depende del día-. 





Desta, que ha permanecido todo el tiempo junto a los chiquillos comprueba que uno de ellos, el mayor, hijo de Lina, ha vivido la escena con nerviosismo. No dejó ni un momento de tocarse los órganos sexuales y eso sólo quiere decir una cosa: que no va a pasar mucho tiempo en el grupo; pronto habrá que echarle.
Las siguientes jornadas transcurren con la rutina de la supervivencia. Desta y Dora encontraron un camino nuevo al río menos arriesgado que el que usaron los dos primeros días, pero más largo. En vez de ir directos, rodea el cañaveral y les lleva a una despejada playa de arena gruesa en la que se puede beber sin miedo a que nadie se acerque sin ser visto. 
A los pocos días, en una salida para buscar comida, una serpiente picó a Resa en el muslo y desde ese momento, sólo una vez más bajó a beber al río; de eso hace ya tres días. Desta no para de lamerle la herida, pero el aspecto de la pierna es cada vez peor: sin tomar agua y con la escasa comida que le proporcionan sus compañeras, se debilita día a día. A todo esto hay que sumar el hecho de que el abrigo que ocupan está infectado de chinches y garrapatas y a ningún miembro del grupo se le escapa que ahí, no pueden estar mucho tiempo.
Resa pasa el día sentada y con la mirada fija en la línea negra del horizonte y eso intriga a Mila que, como pidiendo respuestas, se sienta de vez en cuando a su lado. Con el cuerpo, con la mirada, con todo, Resa pide a Mila que lleve al grupo allí: a la lejana línea negra de horizonte que siempre la atrajo tanto… y Mila sabe que obedecerá esta última orden.  Mila es, de hecho, la nueva jefa.  Desta está demasiado vieja para suceder a su hermana y es consciente de ello; si quiera hizo intentos de oponerse a Mila cuando esta comenzó a tomar decisiones.  Al quinto día, Resa empeora. La pierna está morada desde la cadera hasta la rodilla y no puede moverla, aunque lo peor es que, entre el sudor y el sufrimiento, se está dejando morir. Mila y Desta lo saben y no van a hacer nada por remediarlo.
Ese mismo día, al amanecer, el grupo de búsqueda de comida ha matado un toro y junto a las raíces, frutos y otras cosas que  tenían almacenadas, les permitirá mantenerse durante algunas jornadas más. La alegría por la comida supera con mucho al hecho de que Resa haya dejado de moverse y su color sea el de los blancos cantos del río; es más, diríase que aquel cuerpo muerto que va a pudrirse pegado a la pared del abrigo, no hubiera sido nunca nada para el grupo.
Cuando, al poco tiempo acaban con la carne del toro, Resa ya está en irremisible estado de descomposición y ni la cara, el pelo, los pechos…  da pistas sobre la fortaleza que un tiempo atrás, hospedaran.
Mila sabe que hacer y, con el mismo impulso de voluntad que un día usó la difunta Resa, pone en marcha al grupo. Las mujeres, los chicos, y los tíos que siempre las siguen, no necesitan que les concrete nada, no necesitan protocolos ni directrices, hacen lo que Mila cree que deben hacer y… ¡ya está!, sin dilaciones, sin justificarse en nada.
Mila, la nueva jefa, tiene claro el camino. La línea negra le espera allá, al fondo de todo lo que se ve. Nunca antes recuerda haber estado allí; si quiera lo suficientemente cerca como para que dejara de ser una línea negra en el horizonte, pero la atracción que ejercía sobre Resa es el único e intangible legado que esta le dejó y no tiene por más que aprovecharlo. A su básica inteligencia no se le escapa que el camino es largo y, como todo en este maldito mundo, difícil y desagradecido, pero… no tienen otra cosa que hacer.
Las nubes aparecen una buena mañana y Mila interpreta la señal: Buen momento para emprender el camino.  No han llegado aún al río que deben atravesar y la lluvia se les une al trayecto. Copiosa pero amable, la reciben con ilusión y algarabía. Los niños saltan sobre los charcos de la senda y las mujeres se frotan los cabellos y el resto del cuerpo ayudando al agua a desprender la suciedad que se les acumula encima. La piel recupera su color y el pelo negro aparece bajo el barro. El caminar se hace más dinámico y alegre y el habitual silencio se ocupa con una colección de gritos y murmullos poco frecuentes. Los chiquillos al centro, en vanguardia Dora y cerrando el grupo, Mila con el resto de las mujeres.
Cuando llegan al río, comprueban que el chubasco lo ha hecho crecer dificultando su vadeo y cada mujer  ataca aquel caldo violento y marrón con un chiquillo a horcajadas sobre sus hombros; todos menos el niño mayor que, aunque el agua le llega al cuello, se apaña sin ayuda.  Ese y los días siguientes atravesarán otros ríos, grandes y pequeños, zonas desérticas donde el suelo les abrasa los pies, cerrados bosques de pinos y encinas, barrancos… y la línea negra del horizonte sigue allí, impertérrita, como desafiando la voluntariosa misión de Mila y su grupo. A medida que avanzan cambia el paisaje, las plantas, los animales, todo; todo menos los palos que se mueven; esos están siempre ahí llamando ahora la atención de Mila como antes lo hacía de Desta. ¿Por qué no crecen?, ¿Porqué no se marchitan como las otras plantas?; son todos iguales, ni grandes ni pequeños, iguales… Mila no alcanza a comprender muchas cosas de las que rodean su mundo, pero eso ni le quita el sueño ni distrae su responsabilidad de mantener al grupo activo y entero. Mila –sólo hay que verla- no está para preguntarse sobre si su misión en ese mundo es tal o cual, tampoco para encontrar justificación a una vida tan dura e inhóspita, Mila está para lo que está, vivir y ayudar a vivir a su clan; nada más entra en sus pensamientos.
 Comen lo que la tierra les ofrece; poco y sin ninguna cadencia previsible; llevan varios días sin carne y los cardillos se han convertido en los protagonistas de una escasa dieta que complementan con insectos y caracoles.  Al amanecer, escucharon una gran agitación entre los matorrales a poca distancia de donde estaban pernoctando. Olía a hombre y a sangre. Cuando la perturbación había pasado, Dora y Desta salieron a explorar y al poco tiempo regresaron arrastrando por los tobillos el cuerpo de un tío muerto. Era pequeño y escuálido; tenía una pierna mucho más pequeña que la otra, un agujero en el cuello y otro mucho más grande en el estómago. Ese día comen bien. Dora ofrece a Mila el primer bocado: el pene y los testículos de la pieza, como debe ser y el resto de la carne llega hasta el último de los niños.
Al medio día, con el calor de protagonista y la somnolencia propia de los estómagos llenos, la escena es más relajada que de costumbre; -ni los niños se mueven- hasta que algo solivianta la paz del grupo. Uno de los chicos, el mayor, se ha ido acercando poco a poco a Mía que, tendida de lado en el suelo, duerme placidamente. Con el descaro que da la necesidad, comienza a frotar sus excitados órganos sexuales contra las nalgas de Mía;  esta, al sentirlo, da un respingo y, poniéndose de pie, agarra al chico de la cabellera zarandeándolo con una violencia inusitada; arañando su cara le lanza patadas que buscan sin decoro su entrepierna. Mila y el grupo observan la violenta escena con una cierto y contenido nerviosismo: algo les dice que no deben intervenir. Los niños se arremolinan alrededor de Dora que sin prestarles atención, permite que se refugien bajo sus brazos, entre sus pechos y junto a sus piernas; está rodeada de chiquillos asustados. Como queriendo dar por acabada la paliza, Mía le da un fuerte empujón alejándolo de ella; el chico cae sobre la tierra deslizándose por encima y se queda quieto, como muerto. Mía se ha quedado inmóvil, de pié, como esperando su reacción. Unos instantes pasan hasta que se levanta lentamente;  desolladas las rodillas, sucio y sudoroso, con rabia en el gesto; lanza una mirada a todo el grupo, uno por uno terminando en Mila, la jefa, y tras un sonoro bramido, gira sobre sus pies y corre veloz a perderse entre los matorrales… No volverán a verle más como a un chiquillo.
Ahora, cuando todo ha vuelto a calmarse, Mila piensa que cada vez son menos caminando hacia al línea negra. Desde que iniciaron el viaje las cosas han cambiado bastante: dos chicos han muerto, otro creció  y se fue, Resa, su madre y antigua jefa del grupo, se quedó sin vida en aquel abrigo de piedra, además, Desta, su tía, más que una ayuda es una carga y pronto llegará su hora. Su instinto le dice que deben acelerar el paso; que aunque Mía y Lina estén preñadas, no es suficiente y a esta velocidad de marcha, nadie llegará a ese lejano destino. Ante esta determinación, al grupo no le queda otro remedio que redoblar el esfuerzo aumentando el ritmo.
Durante las jornadas que siguen, el agotamiento hace mella entre algunos. Para Desta, seguirlos es una tortura evidente: el esfuerzo y la escasa o nula alimentación está convirtiendo en un saco de huesos a la otrora fuerte y dinámica mujer. Su estatus ha bajado tanto en el grupo que a la hora de repartir la comida, está –incluso- por detrás de los niños. A una de las chiquillas le ha sorprendido la menstruación y automáticamente dejó sus juegos con el resto de los críos y lo que en otro momento hubiera sido motivo de alegría, ahora es otro problema; los hombres la huelen y, hasta que la preñen, será un ir y venir de tíos peleándose.
Momentos antes del anochecer, a Mila le pareció ver la línea negra más ancha que de costumbre, como si el viaje que habían emprendido empezara a dar sus frutos; llevan mucho tiempo en marcha y desde hace bastantes días, el terreno por donde pasan es completamente nuevo para ella. Cuando al caer la noche, se detienen a descansar, observa con cierta curiosidad como si algunas estrellas se hubieran posado encima de la línea negra formado una procesión perfecta, como si una gran cantidad de luciérnagas estuvieran descansando en el horizonte. La sensación es extraña; hasta ese momento no se había dado cuenta.  Absorta como está, no advierte como Desta, su vieja tía, se interna en el monte. Otros miembros del grupo sí se dan cuenta, pero no hacen nada, todos dan por hecho lo que la vieja mujer pretende… y eso que busca, algo tiene que ver con la muerte. 
Poco antes de amanecer, emprenden nuevamente su viaje. Por la noche han oído a los lobos y  a ninguno de los del clan se les escapa que Desta les ha servido de sustento; ha preferido morir sin sufrir la agonía de su hermana Resa. A nadie entristece la falta de Desta, por que todos saben que la muerte no es más que una fase más de la vida y no son ellos nadie para decidir quien vive y quien muere, además, qué es la muerte para mentes tan ocupadas en el día a día; pensar en otra cosa sería un derroche inexcusable.
La mañana es fresca y algunos árboles de hoja caduca empiezan poco a poco a dejarlas caer al suelo. Mila sabe que si no alcanzan pronto la línea negra, deberán quedarse a pasar el invierno en alguna cueva y abandonar el viaje hasta la siguiente primavera. El frío es de esas cosas que vienen tan de poco en poco que no te das cuenta y, cando lo tienes encima es tarde y ha matado ya a tres o cuatro niños, así es que no deben descansar más de lo necesario; de hecho no se detienen a buscar comida, sólo se alimentan de la que encuentran en el propio camino. Con el agua lo tienen algo mejor; el terreno por el que llevan varios días discurriendo esta salteado por numerosos arroyos y eso, afortunadamente, no es un problema más. Se detienen a beber en uno de ellos cuando un olor reconocible despierta la atención de la jefa. Es humano, pero no de hombre, sino de mujer y prestando la debida atención hacia el lugar de su procedencia, se percata de que los matorrales esconden con dificultad a su dueña. Una cabeza joven se deja ver entre el ramaje; ojos expectantes se esconden asustado. Mila no percibe el olor de más individuos, así que baja su inicial nivel de alerta al no reconocerla como amenaza; a pesar de ello, lanza un grito para asustarla y la cabeza se oculta rápidamente. La operación se repite varias veces con el mismo resultado aunque, progresivamente,  los gritos y aspavientos de Mila son menos amenazadores y su perseguidora tarda, cada vez, más en ocultarse.
Pasado el sol de mediodía,  la hembra les sigue descaradamente, sin esconderse en absoluto. Denota un punto de temor evidente; temor que no es capaz de ocultar un cierto orgullo en la forma de caminar y un atisbo de altivez en el gesto. Alta y bien formada, deja ver que ha comido bien últimamente y la larga y enmarañada cabellera negra no da para cubrirle unos inflados pechos; ha parido hace poco y gritan a los cuatro vientos su necesidad de ser mamados. Tiene físico de líder y eso incomoda a Mila. Su recién ganada posición no ha cuajado lo suficiente aún como para sentirse segura de sí en ese aspecto.
A media tarde paran en un sombreado remanso del río y mujeres y niños se acomodan para descansar; todos menos Dora y Mía que se encargan de la vigilancia. La extraña se ha recostado en un árbol y entrecierra los ojos a pocos metros del grupo. Uno de los niños, el más pequeño, llevado por el descaro del que carecen los demás, se acerca a ella sin que es resto se de cuenta y con la aquiescencia de la mujer, comienza a mamar de uno de sus pechos. Al poco, otro de los chiquillos hace lo mismo y un tercero, reparando en que ya no hay pecho al que asirse prorrumpe en un sonoro llanto. Tanto las de guardia -para las que la escena hasta ese momento había pasado desapercibida-, como el resto, se sobresaltan y tras la sorpresa inicial se mantienen expectantes esperando que Mila, la jefa, tome alguna iniciativa. Esta salta sobre sus pies y alcanzando en pocos pasos el lugar de la escena, arranca abruptamente a los niños de su placentera ocupación. Asidos por la cabellera y arrastrados por el suelo son devueltos al grupo de chiquillos  que rompen a llorar solidariamente. Mila se vuelve y mira a la extraña buscando sus ojos; observa como sus pechos se agitan rezumando leche y sin cambiar de postura, le devuelve la mirada con un gesto que denota mitad enfado y mitad preocupación. Tras unos tensos segundos, los niños callan, Mila se sienta  de nuevo en el suelo y la extraña cierra los ojos.
Los palos que se mueven se han vuelto locos; para la jefa no cabe duda: Los palos tienen algo que ver con el grupo: Siempre que sucede algo en él, siempre que algo cambia el diario devenir de las cosas, los palos se agitan, se remueven, es como si el corazón de los integrantes del grupo también bombeara su sabia.
Esa noche salen a cazar. Mila, Lina y Dora forman el grupo de caza y esta última encuentra un rastro que no puede ser más que el de un grupo de venados. Saben de la dificultad que comporta su captura, pero necesitan carne. Son muchos los días a base de vegetales y la falta de grasa se nota descaradamente en la extrema delgadez de los niños. No pasa mucho tiempo hasta que Dora endurece sus facciones y dirige su sensible nariz hacia una zona del bosque de encinas que tienen delante. Las jaras ocultan algo. Si sigilosa era la marcha hasta ese momento, a partir de ahora sus pasos se vuelven imperceptibles. Con el aire en contra y la respiración contenida, sujetan con fuerza los sencillos palos que utilizan como arma y aguzan todos los sentidos. Dora que comanda el grupo se para y con un ligero movimiento de cabeza hace que sus compañeras se dirijan a derecha e izquierda buscando rodear una presa que aún no ven. No bien se han separado diez o doce pasos a cada lado, Dora salta hacia los matorrales dando un sonoro y desgarrador grito. Todo sucede en unos pocos segundos. Los componentes de un grupo de venados que pastaban tranquilamente en el silencio y la paz de la noche, se dispersan huyendo en todas las direcciones. Saltan, brinca, driblan y en nada, desaparecen. Las tres integrantes del grupo de caza confluyen jadeantes en un claro del bosque sin que ningún animal haya sido acorralado. Se miran agitadas y con cierto desconsuelo en sus ojos. Saben que no pueden permitirse derrochar energías en infructuosos ataques como ese; pero también saben que de nada servirá que continúen mucho tiempo mascullando de donde pudo provenir el error. De improviso, un sonoro agitar de matorrales les sobresalta a un lado. Como sopladas por el viento de la necesidad, corren desaforadas en esa dirección y tras apartar los matorrales que le impiden la visión comprueban que alguien les ha ganado esa partida.
La extraña, la mujer que les sigue, está a horcajadas sobre el costado de una cierva que patalea y se agita sin conseguir levantarse. Tiene fuertemente sujeta la cabeza del animal por una oreja y el hocico y mientras mira orgullosa una a una a las sorprendidas mujeres del grupo de caza, retuerce con un rápido movimiento el cuello de la asustada bestia. Inmediatamente la resistencia ceja y la extraña suelta su presa, se reincorpora y, de pié ante su trofeo, la ofrece con un gesto solemne al sorprendido grupo.
Como siempre que hay comida, el humor y el ánimo del clan mejoran ostensiblemente. La recién llegada ha hecho uso de la cierva cazada como quien pone su sello de autoridad. Al regresar al claro, las mujeres y niños la rodean alborozados tocándola, acariciándola y envolviendo su ego en un murmullo de admiración que lejos de agradar a Mila la hiere ostensiblemente. La jefa se mantiene al margen de la bulliciosa ceremonia de glorificación con la que el grupo recibe a la extraña, pero sus ojos no dejan de escudriñar cada uno de los detalles. Camina artificialmente erguida con la ruidosa cohorte girando a su alrededor; los hombros hacia delante, la cabellera, apelmazada de barro y grasa dejan ver entre sus mechones los músculos de una espalda en tensión, mientras tanto e inmediatamente detrás, Lina y Dora transportan con diligencia el despiece del trofeo.
Se está pavoneando.
Después de que el grupo saciara su hambre, todos sus integrantes se desparraman por el claro. Dormitan mientras digieren la carne que les ha proporcionado la extraña. Mila, como líder del clan, ostenta el derecho al hígado y al corazón de la pieza cobrada, pero en vez de consumirlos rápidamente como sería de esperar, sentada como está, los mantiene en el suelo junto a su pierna derecha. No puede despegar su mirada de la extraña que, con el estómago lleno, duerme plácidamente bajo la sombra de un majuelo con varios niños que la utilizan como improvisada almohada. Al poco y como con desgana, comienza a comerse el hígado. Mordisco tras mordisco la desazón inunda su pecho…
Al día siguiente, Mila inicia la marcha aún de noche; ha pasado gran parte de la misma en vela y eso le dio pié a observar la línea negra del horizonte con atención y. algo le pareció ver que se movía sobre ella. Cuando inicia el paso, todos se levantan de sus improvisados lugares de descanso y sin preguntarse por qué –como siempre- la siguen obedientemente, pero unos segundos después del que el último del clan se uniera a la comitiva, un grito se escucha a sus espaldas. Todos, con Mila a la cabeza, se vuelven y comprueban como la extraña les indica con imperiosos gestos que la sigan en dirección opuesta. Todos, incluidas las hermanas de Mila, miran hacia su jefa inquisitivamente y tras ciertas vacilaciones, algunos, vuelven sobre sus pasos en dirección a la extraña.  Como si del salto de una jineta estuviéramos hablando, Mila alcaza a la primera de las mujeres que se había dado la vuelta  y, den un fuerte tirón de la cabellera, la tira al suelo; mira a la extraña y le dirige un furioso y desgarrador grito. Durante unos segundos se palpa la quietud de las expectativas: El clan huele a sangre. Mila, sin perder los ojos de la extraña, vuelve lentamente su cuerpo y comienza a caminar muy lentamente en dirección a la línea negra. La extraña, resoplando y con el ceño fruncido, cede e inicia poco a poco y como si luchara contra un impedimento invisible, el mismo camino que la jefa… Los demás hacen lo mismo.
            Pronto, justo después de amanecer, comprueban que el día les va a castigar con  una buena dosis de calor. Ni una  nube se ve sobre la línea negra del horizonte, ni una ligera brisa sobre la copa de los árboles y la línea ya no es una línea. Parece como un oscuro pasillo que separa el cielo de la tierra; algo así como para que no se mezclen. La perspectiva no permite a Mila calcular la distancia, pero algo dentro de ella le dice que ya no queda tanto camino por recorrer. Cruzan un arroyo bastante caudaloso y sus aguas no son tan limpias como la de otros que han vadeado: huelen mal y su turbiedad impide ver el fondo, pero la gran cantidad de ranas les aporta una buena dosis de comida al grupo y diversión para los niños. Cuando se disponen a abandonar la franja de humedad que acompaña la corriente de agua aparece ante ellos un extenso páramo casi desprovisto de árboles y en el que el sol se enseñorea a conciencia. Mila, con todo el clan expectante a sus espaldas, otea y tras pocos segundos de análisis se sienta al frescor de una gran olivilla. Todos los demás la imitan.
            El sol grita desaforadamente haciendo sudar todo lo vivo y secando todo lo inanimado. La atmósfera es espesa, pesada, viscosa. Las chicharras compiten unas con otras por ser oídas hasta que alertadas por un sonido que no es el suyo, callan al unísono. Uno de los niños, tras un corto gemido se incorpora y vomita todo el grumoso contenido de su estómago sobre la pierna de la extraña. Lo que antes fue su cómoda almohada, es ahora un maloliente engrudo de carne de rana. Algunos abren los ojos con desgana para cerrarlos poco después con un evidente desinterés. La extraña, incorporándose ligeramente, posa la mano sobre el occipucio del chico como intentando apaciguar la acelerada respiración que le queda. Poco a poco, recupera el resuello y con lentitud e indolencia se recuesta de nuevo sin preocuparse de la hedionda plasta a medio digerir sobre la que descansa. La extraña hace lo mismo bajo la mirada de Mila que, con un ligero gesto de furia en la boca y serenidad en los ojos, sabe lo que debe hacer.  Las horas pasan escurriéndose lentamente por la inclinada pendiente vespertina; diríase que quieren emular al sudor que la tórrida tarde extrae de los cuerpos tendidos bajo la olivilla. Sólo las molestas moscas son capaces de provocar algo de movimiento entre los integrantes del clan. Pesadas, inasequibles al desaliento, se empecinan en obtener algún beneficio de la  sucia y ajada piel de los humanos. La reseca vomitona que regurgitara hace rato el chiquillo, las excita, las subleva llevando su orgía alimenticia a extremos dolorosos. La extraña, harta ya de espantar insectos, incorporándose, ase al niño de un brazo y, como si de un objeto se tratara, lo arrastra fuera del alcance del molesto enjambre. Con eficacia instintiva, se tiende colocando a la criatura en su regazo y retoman ambos la pesada siesta.
            …Un ronco grito saca al grupo del pesado sopor en el que estaban inmersos. Mila aparece estrangulando a la intrusa con su musculoso brazo izquierdo. El chiquillo que dormitaba en su regazo da un respingo y se aleja de su protectora buscando cobijo al lado de Dora. Mila sostiene a la intrusa por el cuello; esta patalea y se revuelve con inútil violencia. Su rostro se enrojece por momentos y sus ojos vagan caóticamente dentro de las órbitas. La jefa, con ademán soberbio, resiste sobrada los empellones que la intrusa da intentando liberarse y mirando a sus súbditos,  esgrime los dedos índice y corazón de su mano diestra para arrancar de un rápido movimiento el ojo derecho de su víctima. Una vez en la palma de su mano, lo arroja con violencia a un zarzal cercano. Eternos se hacen los segundos que la reina del clan mantiene presa de su brazo a la intrusa. Cuando esta aminora los ahogados gritos y sus movimientos son apagados por el cansancio, Mila la deja caer al suelo sollozante y ensangrentada. Se oculta la cara con las manos y entre sordos gemidos de dolor, varios hilillos de sangre resbalan entre sus dedos. Mila, jadeante, permanece quieta a la vera de la intrusa. Su mirada ha cambiado y se podría decir que un rayo de compasión atraviesa su real gesto. Poco a poco el brazo que otrora la asfixiara, pasa a acariciar la enmarañada melena de la intrusa. Así permanece hasta que, derrotada por lo vivido, esta deja de emitir ruidos y se rinde cabeza abajo sobre el muslo de Mila.

Sólo el zumbido de los palos que se mueven se eleva sobre un silencio tenso y expectante.


                                                              Aldade
                                (continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario