FOROSO
BLUES
Foroso miraba ávidamente con el ojo que la vida le perdonó.
Lo hacía con prisa, con desespero, como intentando no ahogarse respirando
claridad. El mísero agujero dejó de arrojar luz a la vez que la palada de
tierra resonó, estruendosa contra la tapa de madera del cajón. Quiso rehacer el
escueto lucernario hurgando con el índice, pero sólo consiguió que un pedazo de
aquella vieja y húmeda tierra cegara el único ojo que alguna vez le sirvió de
algo. Ya sólo veía las oscuras sombras de la ceguera. Poco a poco, los
golpetazos de la tierra cayendo sobre el improvisado ataúd se alejaban de su
oído y, al rato, se quedó solo con sus jadeos, el batir de sus sienes y una
desesperación que convertía en yeso la saliva que tragaba. Gritó, golpeó la tapa
con toda la furia que su pánico podía desplegar; primero con los puños, luego
con la frente, después con ambos. Ni un mísero rayo de luz acompañaba ya su desesperación. Todo era
negro a su alrededor. No sabía si quería morir o matarse… no sabía nada. Todo
su cuerpo era miedo, su carne era miedo, su mente también lo era; hasta la
escasa atmósfera que le rodeaba estaba hecha de febril e irracional miedo…
Cuando su cuerpo agotó la energía que alimentaba la orgía
del pánico, su mente se adentró en las sendas del “por qué yo”
y lágrimas antinaturales fueron vertidas por su solitario ojo y aquel
alma deambuló por un universo de pena y autocompasión.
Tiempo hacía ya que sólo oía los sonidos provocados por él
mismo; su respiración acelerada, los latidos de un corazón en abierta estampida
y unos pensamientos que le gritaban al oído centraban ya toda su encarcelada
existencia. Con lentitud, su yo consciente su fue abriendo paso entre tanta
irracionalidad; algo dentro de sí, le
decía que todo era inútil ya, que la vida y la muerte iban camino de juntarse
dentro de esa masa de carne y hueso doliente que habitaba el exiguo cajón de
madera de pino. Nada podía ya contra la
recalcitrante realidad de los hechos consumados. Y, por fin, tras un
indeterminado y eterno puñado de minutos,
pensó en dejarse morir. Sobre él
cayeron de golpe las imágenes de una vida desarrapada y licenciosa que hoy,
ahora, hubiera vivido de otra forma.
Es tan relativa la importancia de las cosas. Qué es tu
muerte para el que ni te conoce ni tiene constancia de tu existencia. ¡A la
mierda el efecto mariposa! En ese
momento, allí, quieto y espantado, necesitaba descargar de sí la
responsabilidad de ser el único al que le importaba su propia muerte. ¿Y el dolor?
Que hacía con el dolor. Cayó en la cuenta que, en realidad, no le dolía nada.
Sentía que algunas uñas se habían separado de la carne, que la tierra en el ojo
le arañaba con denodada crueldad, que el orín escocía con saña la carne de
entre sus muslos… Pero nada era eso comparado con la sensación de encontrarse
en una caja, solo, a oscuras, a dos metros bajo tierra y sin posibilidades
volver atrás… Ese dolor lo tapaba todo.
De niño -recordó con detalle-, sufría cuando tras marcar
gol en los partidos de fútbol del patio, los demás chavales se le echaban
encima para celebrarlo. Lo
dejaban allí, en el fondo de la montonera, asfixiándose, enterrado,
inmóvil entre ruidosa carne infantil. Esa inmovilidad
lo enfurecía hasta el punto de intentar deshacerse de ella propinando
golpes al azar de una manera descontrolada e irracional. Que curioso,
exactamente igual…
La cabeza ardía y los pies se helaban en ese cofre de
muerte.
¡Cuánto hubiera dado por tener el mismo seso que aquellas
lagartijas que enterraban vivas dentro de un tubo de ensayo! Eran lagartijas… Sus
desesperados intentos para liberarse no eran más que una danza con que
acompañar las risotadas de la muchachada… Y ahora era él el mísero bicho y los
otrora gamberros infantiles son ahora sus alegres enterradores. Se los
imaginaba sonrientes, gastando bromas a su cuenta como quien nada tiene que
reprocharse. Así eran los hermanos
Gabarrón; Juan y Ezequiel. Juan era un poco tonto; zangolotino mayormente. Su
desusada fuerza junto a la estrechez de mollera significaban la herramienta
ideal para su hermano Ezequiel. Inteligente, sucio y chisgarabís; nada de fiar.
Siempre supo que no debía jugarse los cuartos con ellos, pero la vida da
vueltas que a todos pilla desprevenidos –cuanto más a Foroso- que nunca fue un
dechado de previsión y mesura. Lo que nació un día como bueno, en nada puede
torcerse y, con más razón, si Juan y Ezequiel tenían algo que ver en ello.
Foroso, en su ciega imaginación, los veía sonriendo en el
bar de Paco, con los codos apoyados en la barra mirándose de soslayo entre
trago y trago. Continuamente se enviaban muecas de contenida jactancia. Paco y
el resto de la escasa clientela presuponían que algo malo traían entre manos,
pero –como siempre-, nadie se atrevería a levantar la voz para preguntarles
nada. Ellos –Juan y Ezequiel- lo sabían y eso alentaba su pretenciosa
connivencia.
Estos pensamientos estaban consiguiendo que más lágrimas –esta
vez de rabia- saltaran del ojo sano y resbalaran por su sien recalando en la
reseca madera de la caja. Los músculos que unían sus mandíbulas se tensaban a
punto del colapso. En su alocada
fantasía se imaginó a sí mismo sujetando a Ezequiel por la nuca con una de sus
manos mientras con la otra le estrujaba el vaso de orujo contra su mellada
boca. Podía sentir como el vidrio rompía sus dientes antes de quebrarse. Podía
sentir como el afilado cristal cortaba
la carne y cercenaba las venas dentro de esa cloaca hedionda. Podía ver
como, tras aflojar la presión, el truhán inclinaba la cara hacia abajo y dejaba
caer al sucio suelo cuajarones de sangre mezclados con carne y dientes.
El aire se hacía pesado dentro del cajón.
¿Por qué no habría prestado oídos a su madre? Vieja, sorda,
medio paralítica y siempre malhumorada, no dejó ni un solo día de advertirle
que dejara esos tejemanejes, que se apañara con el poco dinero que los jornales
en la viña llevaban a su casa. Ni los regalos que con las ganancias del
trapicheo le hacía, conseguían de ella una opinión benevolente, siquiera podía
comprar un triste y mísero silencio… ¿Cuantas veces se los tiró a la cara?
.- ¡No hagas caso a la vieja! Le decía Ezequiel mientras le
daba toquecitos en el pecho como para remarcar su sentencia… Ahora, en su
desesperada mente, lo veía tosiendo y escupiendo sangre. Salía a trompicones
del bar. Su hermano lo sostenía de un brazo para evitar que diera con sus
huesos encima del reguero de sangre que iba desperdiciando. Horrorizado, Juan
miraba a un lado y a otro intentando encontrar respuestas. Sin demasiados
miramientos le soltó dejando caer el peso de su hermano sobre el pavimento.
Este, de rodillas, parecía recobrar el resuello y solo un hilillo de sangre le
unía al suelo. Demudado, levantó poco a poco la cara. Desfigurada de rojo y
carne, dejaba traslucir odio y miedo a la vez.
.- ¡Maldito cabrón! Pensó Foroso y, en su resuelta
ensoñación le clavó las rodillas en la espalda haciendo que toda la fisonomía
de Ezequiel tomara contacto con su sucia sangre y, asiéndole del pelo, comenzó
a machacar su cara contra el empedrado; primero lentamente y, después, con la
cruel saña de una rabia no contenida.
En su encierro, Foroso no sabía si tenía los ojos abiertos
o cerrados. ¡Daba igual! Esporádicamente, algún punto de luz brillante surgía
en su oscuro campo de visión -sería la tensión arterial-. Según Ezequiel, algún
día la sal acabaría con él. ¿Y qué sacamos
de esta puta vida sin sal en la comida?
–se defendía Foroso. ¡Total, de algo hay que palmarla! ¿No?...
Lo que daría por un poco de agua; agua como la dejada por
el corto aguacero y que corría pegada al bordillo calle abajo. La sangre de
Ezequiel se la imaginaba mezclándose con ella, juntando fuerzas en su viaje
hacia las cloacas; sirviendo a las ratas para calmar su sed. La cara del
botarate aparecía ya como una masa de carne a medio picar; a estas alturas, tantos
y tan fuertes golpes, no podían destrozarla más… Pero el cerdo aún se movía y
Foroso se imaginó, a horcajadas como estaba sobre su espalda, metiéndole ambos
dedos pulgares por la base del cráneo, apretar hasta el hartazgo y sentir
romperse cosas ahí dentro. Como si de un baile se tratara, Ezequiel desplegó
una de sus coreografías más originales. El cuerpo del desgraciado se llenó de
temblores agónicos y estertores que a Foroso –dentro de la caja donde estaba-
le hicieron sonreír de gusto.
…Y Juan; ¿dónde estaba?
Con la excitación del macabro sueño que acababa de
terminar, Foroso lo había perdido de vista. ¡Pobre estúpido! Aunque, si cabe,
era el peor de los tres. Fuerte como un buey y con la malsana inconsciencia del
que ni tiene ni tendrá nunca remordimientos. Siempre dejaba las decisiones en
poder de su hermano para, después, convertirse en la feroz, cruel y satisfecha
mano ejecutora. Recordó Foroso el día que fueron a cobrar un trapicheo a una
casucha de las afueras. El infeliz con el que iban
a saldar cuentas se deshizo en súplicas suplicando
más tiempo para pagar mientras, al fondo de la estancia, una chica que sostenía
en brazos a un niño de dos o tres años, temblaba fuera de sí. Juan, a una leve
indicación de su hermano, se les acercó
con lentitud y una sonrisa tierna entre los labios. Con el dedo índice acarició
la suave mejilla del crío a la vez que le dirigía palabras amables y cariñosas.
Cualquier zote habría supuesto que aquella parafernalia no presagiaba nada
bueno. Con suavidad, con esmero, casi con precisión quirúrgica, extrajo al niño
de los brazos de la chica que, como si no tuviera otra salida, lo cedió
temerosa. Juan, entre palabras de esas que sólo si se dicen a un niño tienen
sentido, comenzó a juguetear con una de las blancas manitas del bebé. Se pasaba
los dedos por la boca resoplando y haciendo gestos. El niño no dejaba de lloriquear. Ezequiel
se divertía con la escena. Pasaron unos segundos y el incierto desenlace se
sustanció: Juan, con un gesto instantáneo, intemporal, descargó una brutal
dentellada sobre el dedo pulgar del niño. El dedo no se desprendió al momento,
Juan tuvo que pegar tres o cuatro fuertes tirones para que el recalcitrante
trozo de carne se desprendiera. Cuando fue así, con la pieza entre los dientes
y una mueca de hiena ensangrentada, entregó amablemente el niño a la chica que
desencajada, mezcló sus gritos con la sangre y el llanto del vástago. ¡Cuánto se rieron a cuenta de aquello!
No sentía el cuerpo; ninguna parte le molestaba por
separado. El dolor se había convertido en un todo unido a él. Foroso ya no
intentaba moverse; toda su energía se estaba derrochando en pensamientos y
ensueños que a fuerza de ser deseados, parecían
más reales que la vida misma. Ni los dedos descarnados, ni el ojo, ni la frente
quebrada, ni las rodillas en carne viva le molestaban ya. El aire, terriblemente enrarecido,
y el calor se habían convertido en el indispensable maná que daba fuerzas a una
mente desequilibrada.
-¡Ah! Ahí esta Juan. Inmóvil, miraba lo que quedaba de su hermano
desde el otro lado de la calle. Una mano caía muerta a un costado y la otra se
apoyaba en el borde de un metálico y entreabierto contenedor de basura. La boca
receptiva y los ojos captando todo lo que el mundo quería enseñarle. Foroso se
imaginó acercándose a él, acercándose hasta casi tocar cara con cara, oler su
aliento alcohólico y desbocado, sentir su miedo… Asió la pesada tapa del
contenedor y con toda la fuerza de su desesperada fantasía, lo cerró sobre la mano. Juan no cambió de
expresión, solo la dirección de su mirada. Con lentitud, casi con teatral
parsimonia, contrajo el brazo comprobando sin inmutarse que media palma de su
mano izquierda, incluido cuatro dedos, solo se mantenía unida al resto por
jirones ensangrentados de naturaleza indefinida. Levantó el destrozo y
colocándolo a escasa distancia de su rostro, lo observó embobado durante unos
segundos. Los ojos se le salían de sus cuencas. Sin tomarse siquiera un leve descanso, la imaginación de Foroso
sacó una pequeña navaja del bolsillo del pantalón y así, cara a cara como se
encontraba, se la clavó hasta la empuñadura en la mejilla. Al entrar, la hoja
tocó hueso y se partió, quedándose, a pesar de ello, firmemente hundida en la
carne. Juan, absorto, sangraba abundantemente por la boca. Y tras unos pocos
segundos, giró sus miserias e inició una lenta huída hacia ningún sitio.
En su claustrofóbico encierro,
Foroso esperaba el fin elaborando fantásticas venganzas, ensoñaciones que
ponían macabro epílogo a una existencia soez de cabo a rabo. Su mente retorcía
los deseos hasta que estos olían a realidad. En los escasos instantes que su
percepción se dejaba de fantasiosas ensoñaciones, maldecía su ser, su vida y
todo lo que en ella pasó.
-Esos hijos de puta seguirán de fiesta -pensó-.
Sintió un pinchazo en la cuenca vacía. Desde hacía rato no
sentía nada y esto le sacó de su fantástico y violento capítulo. ¿Por qué tiene
que dar por culo algo que no existe? Si algo le había destrozado la vida,
seguro que fue lo del ojo. El trabajo en la agencia de transportes, aunque
ocasional, empezaba a dar sus frutos y habían prometido hacerle fijo. “Si te
portas bien…”-decían-. Se había jurado
amor eterno con Carlota y tenían planes…
Pero esa puta manifestación. Se fue a la capital como le pidió el sindicato.
Había que protestar; no recordaba bien por qué, pero había que protestar… Y así
lo hizo hasta que un pelotazo de goma dejó su futuro a oscuras. A partir de ese
día en la agencia no hubo trabajo para un tuerto y Carlota se fue del pueblo
buscando alguien con más ojo para ganarse la vida. Desechado de todo, se
refugió en casa de su madre que, aunque nunca fue muy acogedora para con él, en
esa ocasión levantó la mano. Poco tiempo
pasó antes de que el dinero se acabara y la escasamente generosa hospitalidad
materna pasó a ser un constante ir y venir de reproches e insultos. Su
vida estaba más vacía de expectativas
que la cuenca de su ojo. Sus iniciales búsquedas de trabajo se convirtieron con
el tiempo en un motivo para salir de casa y deambular sin destino; ausencia de
rumbo que, indefectiblemente, finalizaba en el bar de Paco. Hasta que llegó el
maldito día que el mesonero le presentó a los
hermanos Gabarrón. Estaban bebiendo y riendo en la barra –como siempre- pero,
si bien, nunca habían reparado mutuamente, ahora, con el aumento de visitas al
establecimiento por parte de Foroso, fue cuestión de tiempo.
A partir de ese momento, Foroso encontró interlocutores que
prestaran oídos a sus desgracias.
Cada vez, el aire dentro del cajón era más y más irrespirable.
Seguramente habría alguna mísera filtración a través de la tierra que tenía
como fin último prolongar su agónico final.
Los Gabarrón tocaban todos los palos en los que el esfuerzo
fuera mínimo y los rendimientos máximos. Putas, drogas, extorsión; nada era
suficientemente malo si era suficientemente rentable. En un principio le
resultó… digamos, chocante. “Trabajitos”
como dar la primera paliza que a priori podrían resultar complicados,
resultaron después gratificantes; romper
controladamente algún hueso, violar alguna tía, se le
dieron a conocer poco a poco como la sal y la pimienta de un negocio
realmente boyante. Foroso no conseguía recordar exactamente cuanto tiempo había
transcurrido desde aquellos primeros pasos con los Gabarrón; tres, cuatro años,
¡Que más da! Lo cierto es que no tardó en conocer todos los entresijos del
negocio. Controlaba todo con las únicas herramientas de su cerebro y su falta
de escrúpulos: Igual o mejor que Ezequiel y Juan… Todo fue bien mientras los
dos hijos de puta se embolsaron la mejor parte…
Sus pensamientos se mezclaban con el ruido que el propio
Foroso hacía intentando respirar. Notaba la cara ardiente y, por más que
desencajara la boca, el aire que entraba no era mejor. Sus pulmones suplicaban,
mendigaban algo útil con que ser llenados… La cabeza se le iba…
-¿Donde estará Juan? –Pensó-
Lo buscó con la
mente, escudriñó los alrededores del pueblo, en el río, en las eras… ¡Allí, allí
estaba! A lo lejos, Juan se afanaba inclinado sobre el suelo. Desde su posición,
Foroso no veía con claridad en qué se ocupaba. ¡Da igual! El espacio se
contraía entre los dos.
Los pulmones le reventaban de dolor y un mareo intenso le
hacía dar vueltas dentro de la oscura y mortal caja. Un sonido sordo y repetido
se mezclaba con sus agónicas inspiraciones.
Escasos metros separaban a Foroso con su fantasiosa y ciega
venganza de un Juan que se afanaba manipulando algo en el suelo…
¡Aire! Un cierto frescor de oxígeno renovado invadió sus
pulmones. ¡Sí! Los sordos golpes que llevaba oyendo desde hacia unos cuantos
segundos no los propinaba su mente, venían de fuera y eran cada vez más
fuertes. Pequeñas porciones de tierra volvieron a caerle en el ojo bueno… -¡Me
van a sacar de aquí!- pensó.
Foroso, eufórico, comenzó a gritar desesperadamente. Quería
decirle a sus salvadores que seguía vivo, que se dieran prisa, que no podía
aguantar más. La luz acertó a entrar de nuevo por el escueto agujero agrandando
las ya enormes esperanzas de Foroso. Con un golpe seco, el filo de una pala se
abrió paso entre las tablas que conformaban la tapa del cajón y sus salvadores empezaron
a apalancar desde fuera. Unos dedos fuertes y ásperos entraron por la grieta
recién abierta y tiraron de la tabla hasta
que esta, con un fuerte crujido, saltó. Un deslumbrante chorro de luz cegó su
ojo. -Gracias, gracias-, -balbuceaba
Foroso a sus desconocidos bienhechores-. Poco a poco su ojo pareció distinguir
algo…
-¿Juan?
Sí, era Juan. El gigante apartó la tabla con la única mano
indemne que le quedaba, cogió la pala y por el ancho hueco recién abierto en la
tapa empezó a descargar golpes con su afilado borde. El primero de ellos
seccionó la mano derecha de Foroso por la muñeca y, antes de que el segundo
partiera su cabeza en dos, pudo observar como la navaja clavada en su mejilla
no le impedía reír como un poseso.
FIN
Aldade
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