Dibujo: F de C
CAGABICHO
Cuando el calor obligaba a desahogar el cuello de la
camisa y derretía en gotas de sudor la piel del cráneo; cuando las tardes
invitaban a siesta y la cegadora luz de un estío inclemente se desplegaba por
todos los rincones; por allá, calle abajo, iba Cagabicho. De un lado para otro,
cuan ancha fuera la calle, caramboleaba su cuerpo sin rumbo definido, dejado de
la mano de la gravedad y de los vapores de un mal vino y sólo contenido por dos
filas de casas blancas y dormidas, como infranqueable frontera. Perenne figura aquella
que el tiempo no ha logrado envejecer ni un ápice; constante en el devenir de
los años, su quebrado perfil no ha dejado de dar tumbos por la vida de unos
ciudadanos tan lejanos y expectantes como si de habitantes de otro mundo se
tratara y que, a pesar de creer saberlo todo, poco más que esa aguardentosa voz
que se pierde calle abajo, conocían.
Ya bajo de puro menguado, escueto, nervudo, lleno
de tendones y callos hasta en los más recónditos y oscuros rincones del
pensamiento, nunca se conoció familia que le acogiese ni amigos que lo
tratasen. Nunca mezclose con gente conocida ni trabose en perorata con paisano
alguno: más bien, las suyas, lo eran con el sol y la luna, con el viento y el
frío o con el alma de algún muerto, que para el caso, mayor entendimiento le mostraban que el resto
de los que en el pueblo han sido. Y es que Cagabicho no nació; su niñez debió
escribirse en la corriente y se perdió río abajo, su juventud tuvo que ser
pasada por alto con la aviesa intención de presentarse ante todos como es, como
ha sido siempre: un intemporal icono de la más lúgubre de las historias. A
Cagabicho nadie lo vio nunca sereno, ni derecho, ni cara a cara, nadie le
preguntó quien era o como estaba y siempre se dio por supuesto que su vida no
era más que el espejo del más ancestral de los pecados: la insidia.
Su rostro colgaba de un extraño y ralo matojo
de pelo, primero en una amplia frente, luego, ojos hundidos, negros, profundos,
casi sin pupila; siempre a medio cerrar, y una nariz respingona de cuyos
agujeros sobresalían fuertes y negros pelos a modo de mala hierba. La boca,
grande y blanda, era capaz de cerrar sus labios hasta límites insospechados,
sin que los dientes, que brillaban por su ausencia, sirvieran de cortapisa. De
cuello para abajo, casi todo su cuerpo era una incógnita. Sólo el volumen de
una vieja chaqueta gris de finas y casi invisibles rayas verticales y unos
anchísimos pantalones que gracias a una cuerda y a duras penas, se mantenían
en su sitio, hacían presuponer que dentro había algún tipo de vida
animada.
El suyo era un cuerpo para el trasiego de
vino y de historias, que ciertas o no, contaba al viento de la noche, y al perro
de la esquina, historias que hablaban de un héroe de la guerra civil sin cuyo
concurso, la victoria final hubiera sido una quimera y de la que, como pago,
solo recibió un bayonetazo en la nalga, que hablaban de un íntimo amigo y
asesor imprescindible de “don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España
por la Gracia de Dios”, que hablaban de amoríos y desengaños con hembras de
bandera, pero… ¿dónde está la verdad en el reino de la embriaguez permanente? lo
único realmente grabado sobre la piedra era que existía malviviendo amancebado
con los vapores del alcohol; lo demás, “mentiras de un borrachazo degenerado”.
Deambulando a lo largo y ancho del pueblo,
nada se escapaba a su etílico interés: el cubo de basura, la pareja de
enamorados, los chicos que corrían a la salida del colegio, cualquier cosa ocupaba
su tiempo entre trago y trago. Todo era digno de comentarse desde la atalaya.
Arrastrando las palabras cuerpo a tierra, iba desparramándolas con la cadencia de
una radio en la lejanía, dejando improntas de su lengua de trapo allá donde ni
el eco sabe como actuar y llenando todo el espacio de su imponente presencia.
Aparecía como el sol de cada mañana y usando esa verborrea monocorde a modo de
pregonero, anunciaba su presencia con la suficiente antelación para que niños y
mayores ocuparan sus cómodos asientos en el teatro de a vida.
El mercado, la plaza de España, el puente
romano, eran mudos escenarios de sus bamboleos y correrías; cualquier sitio era
bueno para consumir la botella de vino y la lata de sardinas con la que algunos
pagaban su tranquilidad o la de su negocio, y es que Cagabicho vivía de su
cuerpo, chantajeando con su presencia incómoda y ruidosa a los mesoneros que,
con tal de no tenerlo ante su negocio, eran capaces de pagar su presencia ante
el del vecino. Con su botín, el haragán buscaba refugio donde hacerle los honores
a la pitanza. Así casi todos contentos. Después del ágape, una infame colilla de
las del suelo, hacía las veces de puro habano, y así, viendo las volutas de
humo escapar hacia lo alto, nadie podría decir que una cena en el mejor
restaurante de la capital le hubiera sentado mejor. Quién osaría molestarle en
aquel momento sin el temor a estar interrumpiendo algo importante… Pasado el
tiempo y reposada la comida, recogía cuidadosamente sus bártulos y buscaba
algún rincón donde orinar: la rueda de un coche, un oscuro portal o el río
podían convertirse en letrinas improvisadas. Con el descaro del que no tiene
nada que perder y mucho que provocar, cualquier sitio era bueno para él y malo
para el resto.
Su fama, idealizada, había adquirido una tonalidad
pedagógica y moralizante: Cuando una
situación necesitaba de un ejemplo negativo.- ¡Ahí estaba Cagabicho!. Si el
niño no comía... ¡Qué llamo a Cagabicho!. Si la borrachera era grande... ¡Cómo
la de Cagabicho!. Si se definía a alguien despectivamente... ¡Igual qué
Cagabicho!. Alguien hubiera extraído
rentabilidad del popular despojo si no llega a ser que un día, sin saber muy
bien por qué, se cayó en la cuenta que
nuestro hombre ya no estaba. Como charla de bar o mentidero de modistillas,
surgió el tema de su vacío y todos ponían su grano de arena en las
especulaciones que siguieron, pero, poco a poco, sólo el recuerdo de su titubeante
deambular por el pueblo quedó como cierto. -Se lo han llevado al
psiquiátrico... que ya era hora. -Se habrá caído al río y so lo llevó la
corriente...
A partir de ese día, el personaje que vagabundeaba
por las calles y las plazas, pasó a deambular por los corazones y la memoria de
los habitantes del pueblo, bebiendo y orinando en la mala conciencia de unos y
contando historias en la limpia conciencia de otros, sin que su pedigüeña boca
sirviera, nunca más, para calmar los hipócritas remordimientos de algún
conciudadano.
El mito se había consumado.
Aldade
Y como nadie es imprescindible pero si necesario, pronto tendran otro Cagabicho. En todas partes hay uno. O mas.
ResponderEliminarLa pela pa Celtas
Gusto me da, Pela pa Celtas: Cagabichos los hay a patadas, el problema es que los motivos para que te consideren de otro planeta se han diversificado y hoy dia, cualquier cosa puede ser motivo para considerarte como un bicho raro.
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