Nadie
podría adivinar si fue la incomodidad de soportar su peso, el
cansancio vencido o el “sentirse mojado” lo que hizo que Juanón
dejara entrar luz a sus miopes ojillos. Alargando la mano sobre la
mesilla, intentó hacerse con las gafas que descansaban en ella... y
lo consiguió, no sin antes pasar su rechoncha mano por la grasa que
quedaba en el plato de la cena, plato que antes contuvo el filete
empanado que ahora Pollo degustaba bajo el somier. Ya incorporado
sobre la cama y con los pies en el suelo, intentó recuperar la
consciencia meditando sobre la nada. Su mente intentaba encontrar
donde sujetarse en el mundo que sucede al sueño y al fin pudo
lograrlo cuando comprobó como Pollo lamía su mano pringada
intentado extraer la sustancia que el filete no había podido darle.
Como el que no tiene prisa, apartó la mano de la boca del perro y
oliéndosela continuó lamiendo él los restos de grasa que hacían
brillar su dedos.
-¡Pollo,
cabrón! Como siempre, todo para ti. ¿No?
A
medida que su cuerpo reaccionaba al nuevo día, recaló en la húmeda
mancha que adornaba su pijama hacia la entrepierna.
-¡Joder!
Qué habré soñado para mearme en los pantalones... A ver si ahora
voy a necesitar pañales.- pensó mientras Pollo le miraba desde el
suelo entre desafiante y precavido. -No fuera a ser que Juanón
descubriera quien era el causante del pastel y la emprendiera a
patadas-. Se quitó los pantalones del pijama y los enormes
calzoncillos de algodón y con las mismas ganas con que va al
patíbulo el reo, se dirigió, rascándose el culo, al retrete donde
un pequeño ventanuco encima de la taza dejaba pasar las primeras
luces de la mañana. A la vez que meaba y con la mano libre, lo abrió
intentando agarrar unos pantalones que, colgados de una cuerda, había
dejado secando el día anterior. Comprobó que estaban helados y
entre el peso y la rigidez que mostraban, no entraban por el resumido
tragaluz. Terminó de escurrirse el pinganillo y echando mano al
escobón que tenía a un lado, esgrimió el palo como herramienta
rompe-hielos. Cuando la prenda había recobrado -en parte- su
habitual flacidez y se disponía a invitarla a casa, un fuerte tirón
desde abajo del ventanuco, se la arrebató de la mano. -¡Cago en
Dios!- gritó sorprendido Juanón. El reflejo y la curiosidad por
saber, le obligaron a intentar meter el cabezón por el agujero en el
que ya estaban su brazo. Evidentemente, lo que no puede ser, no puede
ser y el golpe contra el marco hizo que se desprendieran varios
trozos de la escayola del techo que cayeron sobre su ya dolorida
coronilla. El dolor y la sorpresa no bloquearon lo suficiente los
sentidos de Juanón como para dejar de ver como la figura de un viejo
renqueante se llevaba sus pantalones en una mano y le enseñaba el
dedo corazón de la otra. Allí, jadeante, con la vista fija en la
esquina que acababa de doblar el ladrón y rezumando rabia por todos
sus poros, notó como algo le arañaba la pierna izquierda. Sólo una
mirada de soslayo le bastó para comprobar que Pollo no había
podido sustraerse a la visión de tanta carne desnuda y estaba
intentando beneficiarse sexualmente su pantorrilla.
-¡Será
posible!- dijo mientras, como el que pretende quitarse un papel
pegado a la suela, sacudía la pierna con la sana intención de
desprenderse del perrillo follador. Como quiera que el intento
resultaba vano de la fuerza con que Pollo se había adherido a su
presa, lo cogió del morrillo y con cierta indelicadeza lo soltó
dentro de la taza del retrete que, a la sazón tenía entre las
piernas. Acto seguido bajó la tapa y se sentó encima. Poco a poco y
con la mirada perdida, su corazón fue recuperando el resuello. Justo
debajo de sus desnudas posaderas, Pollo se quejaba de su situación a
lo que Juanón contestó tirando de la cadena.
Pasaron
algunos minutos desde que Pollo se hubiera hecho a su nueva situación
y no se quejaba. Juanón intentaba recapacitar: de momento debería
ponerse de nuevo los calzoncillos meados -ya tendrán tiempo de
secarse-, y después...
-
¡Para qué querrá el Cojo Lara mis pantalones! - masculló.
-¡Por mis santos cojones que ese se entera!- y con cierto esfuerzo
se levantó de la taza. Como si un resorte tuviera y una vez libre de
tamaño peso, la tapa se levantó y Pollo -entre salpicaduras y
gruñidos- salió despedido de su prisión y con esa insana dentadura
con que la naturaleza le dotó, se enganchó al corvejón de su dueño
con la saña del que le va la vida en ello. Antes de que Juanón
pudiera reaccionar, Pollo ya había desaparecido en dirección al
dormitorio, dejando a Juanón un pequeño e imborrable recuerdo del
cariño de su inseparable compañero.
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