miércoles, 6 de agosto de 2014

Juanón y las setas (Continuación 3)



     Nadie podría adivinar si fue la incomodidad de soportar su peso, el cansancio vencido o el “sentirse mojado” lo que hizo que Juanón dejara entrar luz a sus miopes ojillos. Alargando la mano sobre la mesilla, intentó hacerse con las gafas que descansaban en ella... y lo consiguió, no sin antes pasar su rechoncha mano por la grasa que quedaba en el plato de la cena, plato que antes contuvo el filete empanado que ahora Pollo degustaba bajo el somier. Ya incorporado sobre la cama y con los pies en el suelo, intentó recuperar la consciencia meditando sobre la nada. Su mente intentaba encontrar donde sujetarse en el mundo que sucede al sueño y al fin pudo lograrlo cuando comprobó como Pollo lamía su mano pringada intentado extraer la sustancia que el filete no había podido darle. Como el que no tiene prisa, apartó la mano de la boca del perro y oliéndosela continuó lamiendo él los restos de grasa que hacían brillar su dedos.
       -¡Pollo, cabrón! Como siempre, todo para ti. ¿No?
A medida que su cuerpo reaccionaba al nuevo día, recaló en la húmeda mancha que adornaba su pijama hacia la entrepierna.

      -¡Joder! Qué habré soñado para mearme en los pantalones... A ver si ahora voy a necesitar pañales.- pensó mientras Pollo le miraba desde el suelo entre desafiante y precavido. -No fuera a ser que Juanón descubriera quien era el causante del pastel y la emprendiera a patadas-. Se quitó los pantalones del pijama y los enormes calzoncillos de algodón y con las mismas ganas con que va al patíbulo el reo, se dirigió, rascándose el culo, al retrete donde un pequeño ventanuco encima de la taza dejaba pasar las primeras luces de la mañana. A la vez que meaba y con la mano libre, lo abrió intentando agarrar unos pantalones que, colgados de una cuerda, había dejado secando el día anterior. Comprobó que estaban helados y entre el peso y la rigidez que mostraban, no entraban por el resumido tragaluz. Terminó de escurrirse el pinganillo y echando mano al escobón que tenía a un lado, esgrimió el palo como herramienta rompe-hielos. Cuando la prenda había recobrado -en parte- su habitual flacidez y se disponía a invitarla a casa, un fuerte tirón desde abajo del ventanuco, se la arrebató de la mano. -¡Cago en Dios!- gritó sorprendido Juanón. El reflejo y la curiosidad por saber, le obligaron a intentar meter el cabezón por el agujero en el que ya estaban su brazo. Evidentemente, lo que no puede ser, no puede ser y el golpe contra el marco hizo que se desprendieran varios trozos de la escayola del techo que cayeron sobre su ya dolorida coronilla. El dolor y la sorpresa no bloquearon lo suficiente los sentidos de Juanón como para dejar de ver como la figura de un viejo renqueante se llevaba sus pantalones en una mano y le enseñaba el dedo corazón de la otra. Allí, jadeante, con la vista fija en la esquina que acababa de doblar el ladrón y rezumando rabia por todos sus poros, notó como algo le arañaba la pierna izquierda. Sólo una mirada de soslayo le bastó para comprobar que Pollo no había podido sustraerse a la visión de tanta carne desnuda y estaba intentando beneficiarse sexualmente su pantorrilla.
     -¡Será posible!- dijo mientras, como el que pretende quitarse un papel pegado a la suela, sacudía la pierna con la sana intención de desprenderse del perrillo follador. Como quiera que el intento resultaba vano de la fuerza con que Pollo se había adherido a su presa, lo cogió del morrillo y con cierta indelicadeza lo soltó dentro de la taza del retrete que, a la sazón tenía entre las piernas. Acto seguido bajó la tapa y se sentó encima. Poco a poco y con la mirada perdida, su corazón fue recuperando el resuello. Justo debajo de sus desnudas posaderas, Pollo se quejaba de su situación a lo que Juanón contestó tirando de la cadena.
     Pasaron algunos minutos desde que Pollo se hubiera hecho a su nueva situación y no se quejaba. Juanón intentaba recapacitar: de momento debería ponerse de nuevo los calzoncillos meados -ya tendrán tiempo de secarse-, y después...

     - ¡Para qué querrá el Cojo Lara mis pantalones! - masculló. -¡Por mis santos cojones que ese se entera!- y con cierto esfuerzo se levantó de la taza. Como si un resorte tuviera y una vez libre de tamaño peso, la tapa se levantó y Pollo -entre salpicaduras y gruñidos- salió despedido de su prisión y con esa insana dentadura con que la naturaleza le dotó, se enganchó al corvejón de su dueño con la saña del que le va la vida en ello. Antes de que Juanón pudiera reaccionar, Pollo ya había desaparecido en dirección al dormitorio, dejando a Juanón un pequeño e imborrable recuerdo del cariño de su inseparable compañero. 

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