viernes, 22 de agosto de 2014

Juanón y las setas (continuación 4)

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Gustaba Juanón de recoger setas. Para su insigne humanidad era como abstraerse de este cochino mundo, como escaparse hacia las alturas sin perder de vista el suelo, abominar de interferencias. Solía salir sin premeditación. Se le ocurría y ya está. De buena mañana, sin aviso ni proclama, se ponía los calcetines gordos y al campo. Finales de noviembre es buena época. Todo húmedo, madera muerta, todo al fresco... Lo justo. A estas alturas, las setas están en plena reyerta creativa. A Juanón, esto de escudriñar el suelo buscándolas era como mordisquear un pan de piñones. Encontrar una grande, oronda, con el sombrerete entero y protector le proporcionaba la misma sensación que tropezarse con un piñón dulce y agradable dentro del bollo. Ya reconocía alguna; aunque nunca con la suficiente seguridad como para comérsela sin más. Tenía un conocido, que no amigo, el Pacorro, que se las sabía de carrerilla y de un vistazo -A lo sumo un breve olisqueo- las catalogaba rápido. La verdad es que Juanón se maravillaba: Nunca le había visto salir a por ellas. -¿Como coño sabría tanto?- pensaba. Algunas veces, cuando el Pacorro no estaba en el bar o no podía someterlas a su “visto bueno”, se armaba de valor y se las comía; no sin antes encomendarse al demonio y con cierto hormigueo en la boca del estómago. Era de suponer que su ojo clínico no debía de ser del todo malo, ya que, a pesar de algún grano intempestivo, continuaba vivito y coleando.


Aquella mañana y como para despegarse del mal comienzo que le habían dado Pollo y el Cojo Lara, decidió salir. Había quedado en ir al Banco de Empresa a ver a ese tal Juan María, pero la idea de una vuelta a setas le atraía más y si ese tipejo tenía que esperar... ¡Que se joda!.
Juanón había tenido que recurrir a los calcetines más gordos que tenía. -¡Hacía un frío del carajo!- y cuando se dirigía por el camino de la era hacia el encinar, el suelo crujía bajo sus viejas “katiuscas” de goma negra y sus más que sobrepasados cien kilos. Un leve pero rígido rebozado blanco lo cubría todo y junto a la ligera neblina que se había pegado a las zonas de monte, daban al paisaje cierta sensación de foto en blanco y negro. En cierta forma era de agradecer, por que si la helada no hubiera hecho de las suyas, estaría ya de barro hasta las rodillas.
Juanón del Llano Pitillos más que andar mandaba sus pies a sujetar el suelo; podría decirse que la ciencia física le impedía levantarlos del piso cuanto en rigor pudiera considerarse decoroso, dando a sus andares la cadencia de la aguja de un metrónomo para afinar pianos. De chico, mantuvo la insana costumbre de llevarse a la boca todo aquello que su hambrienta consciencia considerara alimento y si tenemos en cuenta que esta era de entendederas flexibles, no nos extrañaría la cantidad de cosas que integraban esta lista; visto y entendido lo cual, pudiera suponerse que su material constitución, tras años y años de ingesta caótica y desesperada, estaría compuesta de cualquier cosa menos de carnes humanas. Bajo el palio de su boca podían pasar en procesión las hordas proteicas del Rey del embutido y las mesnadas del pastelero, que todas eran bien recibidas; por supuesto enjuagado en cualquier líquido que no supiera a podredumbre o fuera de natural venenoso o corrosivo. Su padre, que alguien, - seguro – tendrá en su seno, profetizaba sin recato la eclosión violenta de su vástago… “Dios quiera que no pille a nadie cerca”, decía entre las inconscientes risas de sus contertulios de taberna. Juanón nunca tuvo miedo salvo del estómago vacío; de eso se preocuparon los hados, su padre y un recatado sentido del gasto. Cuanto más dispuesto estaba su cuerpo a recibir pitanza menos lo estaba su bolsillo a soltar dineros, que ya su profético progenitor advirtiole que “la antesala de las tripas huecas son las arcas secas” y tomó por los cuernos el dicho llevándolo hasta sus últimas consecuencias.


Una vez muertos padre y madre - de vergüenza dicen algunos –los avatares hereditarios le hicieron partícipe de un rosario de negocietes que, si bien, no parecían nada del otro barrio, si dejaban caer un generoso e indeterminado goteo de ganancias en la bolsa de su orondo propietario. Sin embargo, esta supuesta benevolencia económica no cambió ni un ápice la miseria que rodeaba su extensa humanidad. Su aliño indumentario más hubiera debido serlo de una ensalada, de grasa  que lo empapaba. Su casa no era un lugar habitable sino de merodeo de lo desierto del lugar: Mesa, silla, camastro y otra vez la sempiterna mugre que todo lo cubría… Y su carácter… ¡Vaya carácter! Un tallo de rosal pasado a contrapelo no haría tanto daño como una mirada suya sazonada con su voz de grulla en vuelo. Sobre su nariz, apuntada de rojo, sujetábanse una gafas de concha de las de antes, sin brillo, con la patilla forrada de esparadrapo cual parihuela de rata pobre; tras ellas, unos ojos encendidos de mísera inteligencia separados por un fruncido entrecejo que servía de puente a una hilera de hormigas negras que unían una ceja con la otra; todo ello orlado de una mata de pelo que a fuerza de cortes “al uno”, tenía la consistencia de un cepillo de cerdas y un color a medias entre el negro y el gris enfermizo de su cuero cabelludo. 

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