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Gustaba
Juanón de recoger setas. Para su insigne humanidad era como
abstraerse de este cochino mundo, como escaparse hacia las alturas
sin perder de vista el suelo, abominar de interferencias. Solía
salir sin premeditación. Se le ocurría y ya está. De buena mañana,
sin aviso ni proclama, se ponía los calcetines gordos y al campo.
Finales de noviembre es buena época. Todo húmedo, madera muerta,
todo al fresco... Lo justo. A estas alturas, las setas están en
plena reyerta creativa. A Juanón, esto de escudriñar el suelo
buscándolas era como mordisquear un pan de piñones. Encontrar una
grande, oronda, con el sombrerete entero y protector le proporcionaba
la misma sensación que tropezarse con un piñón dulce y agradable
dentro del bollo. Ya reconocía alguna; aunque nunca con la
suficiente seguridad como para comérsela sin más. Tenía un
conocido, que no amigo, el Pacorro, que se las sabía de carrerilla y
de un vistazo -A lo sumo un breve olisqueo- las catalogaba rápido.
La verdad es que Juanón se maravillaba: Nunca le había visto salir
a por ellas. -¿Como coño sabría tanto?- pensaba. Algunas veces,
cuando el Pacorro no estaba en el bar o no podía someterlas a su
“visto bueno”, se armaba de valor y se las comía; no sin antes
encomendarse al demonio y con cierto hormigueo en la boca del
estómago. Era de suponer que su ojo clínico no debía de ser del
todo malo, ya que, a pesar de algún grano intempestivo, continuaba
vivito y coleando.
Aquella
mañana y como para despegarse del mal comienzo que le habían dado
Pollo y el Cojo Lara, decidió salir. Había quedado en ir al Banco
de Empresa a ver a ese tal Juan María, pero la idea de una vuelta a
setas le atraía más y si ese tipejo tenía que esperar... ¡Que se
joda!.
Juanón
había tenido que recurrir a los calcetines más gordos que tenía.
-¡Hacía un frío del carajo!- y cuando se dirigía por el camino de
la era hacia el encinar, el suelo crujía bajo sus viejas “katiuscas”
de goma negra y sus más que sobrepasados cien kilos. Un leve pero
rígido rebozado blanco lo cubría todo y junto a la ligera neblina
que se había pegado a las zonas de monte, daban al paisaje cierta
sensación de foto en blanco y negro. En cierta forma era de
agradecer, por que si la helada no hubiera hecho de las suyas,
estaría ya de barro hasta las rodillas.
Juanón
del Llano Pitillos más que andar mandaba sus pies a sujetar el
suelo; podría decirse que la ciencia física le impedía levantarlos
del piso cuanto en rigor pudiera considerarse decoroso, dando a sus
andares la cadencia de la aguja de un metrónomo para afinar pianos.
De chico, mantuvo la insana costumbre de llevarse a la boca todo
aquello que su hambrienta consciencia considerara alimento y si
tenemos en cuenta que esta era de entendederas flexibles, no nos
extrañaría la cantidad de cosas que integraban esta lista; visto y
entendido lo cual, pudiera suponerse que su material constitución,
tras años y años de ingesta caótica y desesperada, estaría
compuesta de cualquier cosa menos de carnes humanas. Bajo el palio de
su boca podían pasar en procesión las hordas proteicas del Rey del
embutido y las mesnadas del pastelero, que todas eran bien recibidas;
por supuesto enjuagado en cualquier líquido que no supiera a
podredumbre o fuera de natural venenoso o corrosivo. Su padre, que
alguien, - seguro – tendrá en su seno, profetizaba sin recato la
eclosión violenta de su vástago… “Dios quiera que no pille a
nadie cerca”, decía entre las inconscientes risas de sus
contertulios de taberna. Juanón nunca tuvo miedo salvo del estómago
vacío; de eso se preocuparon los hados, su padre y un recatado
sentido del gasto. Cuanto más dispuesto estaba su cuerpo a recibir
pitanza menos lo estaba su bolsillo a soltar dineros, que ya su
profético progenitor advirtiole que “la antesala de las tripas
huecas son las arcas secas” y tomó por los cuernos el dicho
llevándolo hasta sus últimas consecuencias.
Una
vez muertos padre y madre - de vergüenza dicen algunos –los
avatares hereditarios le hicieron partícipe de un rosario de
negocietes que, si bien, no parecían nada del otro barrio, si
dejaban caer un generoso e indeterminado goteo de ganancias en la
bolsa de su orondo propietario. Sin embargo, esta supuesta
benevolencia económica no cambió ni un ápice la miseria que
rodeaba su extensa humanidad. Su aliño indumentario más hubiera
debido serlo de una ensalada, de grasa que lo empapaba. Su casa
no era un lugar habitable sino de merodeo de lo desierto del lugar:
Mesa, silla, camastro y otra vez la sempiterna mugre que todo lo
cubría… Y su carácter… ¡Vaya carácter! Un tallo de rosal
pasado a contrapelo no haría tanto daño como una mirada suya
sazonada con su voz de grulla en vuelo. Sobre su nariz, apuntada de
rojo, sujetábanse una gafas de concha de las de antes, sin brillo,
con la patilla forrada de esparadrapo cual parihuela de rata pobre;
tras ellas, unos ojos encendidos de mísera inteligencia separados
por un fruncido entrecejo que servía de puente a una hilera de
hormigas negras que unían una ceja con la otra; todo ello orlado de
una mata de pelo que a fuerza de cortes “al uno”, tenía la
consistencia de un cepillo de cerdas y un color a medias entre el
negro y el gris enfermizo de su cuero cabelludo.
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