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(continuación)
Era
Pollo, el perro de Juanón. Al menos con uno de sus ojos miraba a
su dormido dueño con fijeza y no hubiera sido necesario ser un
entendido en psicología perruna para saber que en algún recóndito
lugar de su cerebro, tramaba venganza. Con una mezcla de decisión e
indiferencia se giró, levantó una de sus patitas traseras y vació
su cargada vejiga sobre su humano compañero. Cuando hubo terminado y
con la misma tranquilidad que meara, se subió a la mesilla, hízose
con los restos del filete y con una agilidad impropia de semejante
animal, saltó al suelo desapareciendo bajo la cama; todo ello
mientras el orín resultante del desahogo, humeaba ostensiblemente
desde la manta.
Pollo
era como un bulldog, pero no era un bulldog. Pequeño, del tamaño de
un gato, con pelo marrón muy corto, rechoncho y con unas cortísimas
patas que a duras penas le servían para moverse. Pollo era de
estética desagradecida, extraordinariamente feo para cualquier
humano razonable; de morro tan aplastado que los dientecillos
delanteros no le cogían en la boca y sobresalían -insultantes-
hacia fuera. Ojos bizcos, saltones y con una insana apariencia sólo
superada por las “malas pulgas”que se gastaba.
Hacía
años ya que compartía vida con Juanón y, si bien ninguno de los
dos había escogido al otro, se supone que estaban juntos por que no
podía ser de otra forma. A cualquier hijo de vecino -por muy
psicólogo que se creyera- le resultaría difícil discernir cual de
los dos era más arisco y desagradable; hasta el punto de que, en
este caso, la teoría por la cual se establece que los polos del
mismo signo se repelen, era aquí incongruente y no explicaba el
fenómeno. Su unión se definiría como aquella en la que los dos
elementos son sádicos y masoquistas al mismo tiempo, con la
circunstancia añadida de que ejercían de ello todas las horas, de
todos los días, de todos los años. Pollo tuvo la inmensa suerte
de no conocer a sus progenitores, por que si no, se los hubiera
comido; digamos que nació por generación espontánea dentro de una
bolsa en el oscuro y hediondo interior de un contenedor de basura. De
allí, y justo antes de ser triturado por el camión de la basura, lo
sacó Juanón; y no lo hizo por que oyera los lastimeros gemidos del
animal, ni por que se apiadara de un desvalido cachorro, sino por
que, al ejercer la insana y cotidiana labor de rebuscar en la basura,
el hecho de una bolsa moviéndose sola incitó su curiosidad. Lo
cierto es que, nada más comprobar el contenido, asió al perrillo
del escueto rabo y -ahora sin bolsa y con gesto despectivo- lo
devolvió al contenedor. Tubo que parecerle a Pollo harto
desconsiderada esta actitud, por que, revolviéndose, estrenó su
desusada dentadura en el antebrazo del decepcionado salvador. A
partir de ese agradable momento, todo fue in crescendo. Ni Juanón
quería a Pollo, ni Pollo a Juanón, pero se convirtieron en
inseparables “enemigos”.
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