La casualidad me hizo llegar una
gata negra como la nada, a ratos salvaje y siempre arisca. Vino y se quedó; se
quedó como si fuera la tía viuda del pueblo que con la excusa de cuidar a los
niños, se convierte en un mueble más de la casa; se quedó en silencio, merodeando por ahí cual protagonista de una
mala película de terror, apareciendo entre las sombras justo antes de
desaparecer de nuevo y dejando tras sí una intensa sensación de ser observado
siempre; porque sus ojos… esos sempiternos agujeros negros bien pudieran ser
los sumideros de un mundo que alguien le encargó fiscalizar.
Cuando llego a casa, la encuentro
esperando tras la puerta y sin más, restriega su costado contra mi canilla para
recordarme que su hora de comer llegó; con insistencia procura hacerme entender
que su pretensión está por encima de besar a mi esposa o quitarme los zapatos y
–como siempre- lo consigue. Cuando dejo su cuenco en el suelo, mira y huele lo
que le pongo con tranquila desconfianza y al empezar, lo hace despacio, con
exquisita escrupulosidad. Come de poco en poco, degustando como si de una princesa del diecinueve se tratara
y, al igual que aquellas, con algo de desdén, deja sobras que ya no volverá a
consumir.
Como quien levanta la mano, a
veces juega, cada vez menos, pero juega; un cordón de zapato, el tapón de la
Coca Cola o un reflejo en la pared son añagazas que se busca como entreno y,
durante breves momentos, su mundo es un frenesí de saltos y carreras que acaban
como empezaron; sin venir a cuento.
De nuevo, acto seguido, vuelve a
la inexcusable misión de espionaje y control y retorna a su descansada labor de
recavar esa información que enviará a sus jefes del más allá.
Algunas veces, se relaja –tanto
silencio es lo que tiene- y entre los sopores
de Morfeo, el más nimio de los sonidos es fanfarria en su silencioso
mundo y se sobresalta como alcanzada por un rayo; encorva su espinazo e intenta
ufanamente alzar el vuelo. A gritos –sus mudos gritos- te hace saber que la has
molestado y te conmina a no trastocar su misión de controlar tu mundo… Pero
poco después te perdona y con la magnánima generosidad del poderoso, tiene a
bien acomodarse en tu regazo.
Nada en este mundo me hará cambiar
de opinión:
Soy su mascota.
Luis F. de Castro
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