viernes, 3 de octubre de 2014

Gata



La casualidad me hizo llegar una gata negra como la nada, a ratos salvaje y siempre arisca. Vino y se quedó; se quedó como si fuera la tía viuda del pueblo que con la excusa de cuidar a los niños, se convierte en un mueble más de la casa; se quedó en silencio,  merodeando por ahí cual protagonista de una mala película de terror, apareciendo entre las sombras justo antes de desaparecer de nuevo y dejando tras sí una intensa sensación de ser observado siempre; porque sus ojos… esos sempiternos agujeros negros bien pudieran ser los sumideros de un mundo que alguien le encargó fiscalizar.

Cuando llego a casa, la encuentro esperando tras la puerta y sin más, restriega su costado contra mi canilla para recordarme que su hora de comer llegó; con insistencia procura hacerme entender que su pretensión está por encima de besar a mi esposa o quitarme los zapatos y –como siempre- lo consigue. Cuando dejo su cuenco en el suelo, mira y huele lo que le pongo con tranquila desconfianza y al empezar, lo hace despacio, con exquisita escrupulosidad. Come de poco en poco, degustando como  si de una princesa del diecinueve se tratara y, al igual que aquellas, con algo de desdén, deja sobras que ya no volverá a consumir.
Como quien levanta la mano, a veces juega, cada vez menos, pero juega; un cordón de zapato, el tapón de la Coca Cola o un reflejo en la pared son añagazas que se busca como entreno y, durante breves momentos, su mundo es un frenesí de saltos y carreras que acaban como empezaron; sin venir a cuento.
De nuevo, acto seguido, vuelve a la inexcusable misión de espionaje y control y retorna a su descansada labor de recavar esa información que enviará a sus jefes del más allá.
Algunas veces, se relaja –tanto silencio es lo que tiene- y entre los sopores  de Morfeo, el más nimio de los sonidos es fanfarria en su silencioso mundo y se sobresalta como alcanzada por un rayo; encorva su espinazo e intenta ufanamente alzar el vuelo. A gritos –sus mudos gritos- te hace saber que la has molestado y te conmina a no trastocar su misión de controlar tu mundo… Pero poco después te perdona y con la magnánima generosidad del poderoso, tiene a bien acomodarse en tu regazo.   
Nada en este mundo me hará cambiar de opinión:
Soy su mascota.



Luis F. de Castro

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