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Se me hace extraño el mundo en el
que vivo.
Día tras día me noto más ausente
de él. Es una sensación rara, por momentos desconocida. Mirar a tu alrededor y
comprobar que lo que me rodea ni es mío ni está conmigo; es como si estuviera
tras un escaparate en el que el cristal se regruesa por momentos haciéndose más
opaco y mineral. Aquellos sentimientos colectivos que antaño me embargaban son
ahora sensaciones de alienación. Poco de lo que me rodea es de mi agrado, y si
lo es, algo en mi interior rebusca motivos para que no lo sea.
Es improbable que el código por
el se mueve la humanidad haya cambiado, más me inclino a pensar que ha cambiado
el mío y que es tan intensa esa metamorfosis que ser comprensivo, flexible o
condescendiente se me hace muy cuesta arriba; y me entristece primero y me
indigna, después, pensar que esto no parece tener cura e irá a más.
Alguien dijo una vez que un
pesimista es un optimista con experiencia y esa frase podría explicar esta
dolencia que me aflige; es como si el cúmulo de experiencias vividas fuera una
carga tan pesada que te impidiera levantar la cabeza y proyectarte hacia fuera…
¡una prisión, vamos!
¿Alguien sabría como revertir
esta situación?
Ahora comprendo el porqué tantos
intentan llevar a cabo los consabidos “empezar de nuevo”, “romper con todo”
“mandar todo a la mierda” “rehacer la vida”; es la perentoria necesidad de
reiniciar tu sistema operativo reordenando ese disco duro orgánico y doliente
que todos llevamos dentro; ese cajón que, de puro lleno, nos impide encontrar
nada dentro.
Solo gracias a los asideros que
me dio la vida, no me hundo. La familia, los amigos y ese especial mundo
interior que me creo todos los días y con el que intento sustituir al desabrido
e intratable que se mueve al otro lado del cristal.
Luis F. de Castro
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