Son la vanidad, la petulancia y la
altanería atributos básicos del dictador; lo son desde la creencia propia de su
superior capacidad y la necesidad de guiar un rebaño que carece de ella.
En el mejor de los casos y en un principio,
el dictador se deja llevar por un sentido paternalista que indefectiblemente
degenera en jactancia, presunción y engreimiento; circunstancias estas que conllevan a una patológica aversión al
disidente y por ende a su hostigamiento y eliminación.
En todas las sociedades humanas ha habido,
hay y habrá dictadores, y es deber de nuestros sistemas de convivencia
detectarlos, porque, a pesar de la creencia tópica de su evidencia, los hay
ocultos y acechantes; si bien, es imprescindible que tengamos claro el concepto
pues, si no fuera así, correríamos el
riesgo de “meter en el mismo saco” a líderes y genios, más o menos talentosos e
inspirados…
¿Y como distinguir a unos de otros?
Si consideramos al dictador como aquel que
asume poderes sin someterse al control de aquellas normas que no le sean
propias o de su gusto, podríamos decir que genio es aquella persona de
inteligencia extraordinaria y superior que las expones sin arrogarse la
facultad de imponerlas y líder, aquel que se mueve por el poder diferido de
otros y que lo aúpan como representante acatando normas democráticas. Ni que
decir tiene que la línea que separa a unos de otros es tan fina que cualquier
injuriador maledicente puede trastocar el orden sin demasiada dificultad.
En una sociedad tan compleja con esta en la
que vivimos, donde es difícil distinguir entre el culo y la témporas, la mayor
parte de los dictadores se mimetizan y pasan desapercibidos ejerciendo su
actividad soterradamente y apoyados en un conocimiento minucioso de nuestras
debilidades. Los tenemos en todos los ámbitos de la vida; incluso dentro de
nosotros mismos sin que, cuando esto ocurre, nos consideremos tales. En la
mayor parte de los casos, el dictador en un enfermo cuyo discernimiento de la
realidad está tan empañado que le lleva a alejarse de toda lógica, pero en
otros, aceptan su condición con todo tipo de pronunciamientos de la razón y
aplican su voluntad a sabiendas del daño social infligido.
No me queda otra que desear intensamente
que nuestra democracia tenga la capacidad de imbuir a sus representantes y funcionarios públicos la
humildad de saberse servidores y educarles en la estética de sus principios
básicos; porque desde esa óptica, los excesos y tropelías aparecen como lo que
son; obscenos y repugnantes.
¡Ea!
Luis
de Castro
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