Queridos Colocotrocos: Hoy me he hartado de insípida moralina, y como es tan indigesta, la regurgito. La historia de Alfonsito es la de un tipo que, a pesar de su extremada juventud, se da cuenta que ser diferente -aunque sea para bien- sólo trae desgracias y que la mejor manera de sobrevivir es pasar desapercibido haciendo ver que ni eres quien eres, ni sabes lo que sabes. Evidentemente, en nuestro reino eso no ocurre. Aquí analizamos al individuo, y primando su libertad, se le educa en el fomento de sus habilidades con vistas al mayor beneficio individual y social... ¡como debe ser!
ALFONSITO DELICADO
Alfonsito era un niño
delicado, frágil; con propiedad podríamos calificarlo de
quebradizo; al menos eso le pareció a la matrona el día de su nacimiento cuando
le vio salir de allí dentro tan pequeñín, tan brillante y tan blanquito.
Y las expectativas se fueron
cumpliendo. Alfonsito se doblaba con nada, cada poco había que llevarle al
hospital porque algo en su cuerpo había tomado una de esas posturas que tanto
nos asustan. Era raro el día que su cuerpecillo no se adornaba con algún
ostentoso vendaje, o se vencía bajo el peso de alguna pesada escayola. Una
pierna, un dedito, una clavícula, cualquiera de sus ligeros huesecillos podía venirse abajo en el momento menos
indicado. Era tan flojo que hasta la voz se le quebraba cuando, llevado de
algún arrebato, intentaba levantar el tono.
Al principio, sus desgracias
le hicieron ser objeto de lástima, pero como todo en este mundo, la abundancia
de estas, hizo que la gente que le rodeaba perdiera su interés por él y la
lástima se convirtió -en los mejores casos- en burla. Los niños del colegio,
que en un principio le invitaban a sus juegos, poco a poco fueron dándole de
lado porque siempre se los fastidiaba. Uno tras otro, todos los días lo mismo:
el juego se acababa rápidamente cuando Alfonsito se rompía o doblaba algo, así
que, lo que tenía que llegar, llegó, y el chiquillo quedó relegado a un
olvidado rincón del patio donde pasaba los recreos leyendo libros.
Un día que, como siempre solo
y escayolado de un brazo, leía bajo el olmo del patio, un pollito de gorrión
que vivía en uno de los nidos de sus ramas, cayó ante él. ¡Que mala suerte!
Aterrizó al otro lado de la verja y Alfonsito, estremecido, veía como el
chiquitín, piaba desconsolado fuera de su alcance. Llevado por la
desesperación, metió su bracito escayolado entre los barrotes e intentó con
todas sus fuerzas acceder a él para ponerlo a salvo. Exasperado, manoteaba con
nerviosismo sin alcanzarlo, y cuando la resignación ya se hacía hueco en su
corazón, la escayola comenzó a resquebrajarse. Al poco, y ante sus extrañados
ojos, su brazo quedó libre, pero… como si de goma estuviera hecho, se doblaba y
retorcía sin control. Alfonsito, que en un primer momento se le pasó por la
cabeza salir corriendo para pedir ayuda, cayó en la cuenta que ningún dolor le
atenazaba y que podía mover el brazo en cualquier dirección… y hasta estirarlo
de una manera nada natural. Con los ojos como platos y el corazón a punto de
salírsele del pecho, cogió sin dificultad al desconsolado animal y alargando el
brazo uno, dos y hasta tres metros lo
depositó en el nido. Poco después, el brazo volvió a su normal disposición sin
que nada ni nadie pudieran creer lo que había hecho momentos antes.
Alfonsito no cabía en sí de
alegría. Allí, en aquel apartado rincón del patio, oculto a las miradas de
todos, empezó a disfrutar de sus recién adquiridas destrezas. ¡Parecía de goma!
Pero no de una goma blandengue y delicada, sino fuerte y recia; sus piernas,
sus brazos, su cuerpo, se doblaban, se estiraban, se encogían y agrandaban a su
voluntad. Comprobó como, sin ninguna dificultad, podía subirse al olmo y a la
techumbre del colegio, como, desde allí, observar a los niños jugando al
fútbol, como introducirse por las rejillas de la puerta de la terraza y entrar
en el edificio sin abrir la puerta. Estuvo un buen rato recorriendo, alocado, todo
aquellos lugares a los que, como niño normal, nunca tuvo acceso y comprobando
que sus habilidades no tenían límite… entró en las cocinas del cole y descubrió
la bazofia que les daban de comer; desde la ventana del despacho, comprobó
como, su madre que, además de viuda, era
un poco disipada, se ocupaba de intimar con el director del colegio y así,
ahorrarse las cuotas de su educación; oyó como los compañeros hacían chanza y
burla de su disposición a la dolencia y poco a poco, su alegría se fue
apagando. Pesó en utilizar su destreza para la venganza, y disfrutar de ella
desde lo alto, hacerles desgraciados de por vida, pero, de vuelta al banco
desde donde se iniciara su increíble experiencia, cayó en la cuenta que
continuar leyendo y actuar como si nada hubiera pasado, era la opción acertada.
Miró a lo alto y comprobó que
con su alocado piar, el polluelo le daba la razón.
Aldade
¡Jo! Que triste y bonito a la vez.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Más que triste, y o la calificaría de lánguido.
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