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Hace mucho, pero
que mucho tiempo, alguien me dijo que por fecha de nacimiento me correspondía
ser Libra y, por tanto, persona especialmente sensible a la injusticia, al
desafuero y, en conclusión, a la arbitrariedad. Vaya por delante decir que no
suelo dar pábulo a creencias de cariz esotérico y para un servidor de ustedes
el horóscopo, si no lo es, se acerca bastante. Aceptémoslo -por un momento-,
como verdad y que, a pesar de no saber si el hábito hizo al monje o el monje
hizo el hábito, noto en mis adentros una cierta y especial sensibilidad hacia
los afectados por la sinrazón, la tropelía y la iniquidad, en razón a la cual y,
teniendo en cuenta, que nos rodea la inmoralidad, el atropello y el abuso,
camino la mayor parte del tiempo retorciéndome ante la urticaria moral que me
suscitan.
Los impaciente viejos no son capaces de
esperar a que el paso de peatones se ponga en verde a juzgar por los que cruzan
sin esperar su turno. -Debe ser que ya no quieren seguir cobrando la pensión…-;
y la vendedora del cupón que tras extraer el último cigarrillo del paquete,
arruga este y lo arroja al suelo un par de metros delante de ella -será para
que no le falte trabajo al barrendero-. A tu espalda, un anónimo individuo
extrae de sus pulmones algo que supongo es un escupitajo. El sonido que produce
es indefinible y lo escucha todo el que esté en cien metros a la redonda. En el
Metro; mientras saco el carísimo bono de diez viajes, tres treintañeros
–encorbatados ellos- se cuelan sin pagar billete entre risas y gorjeos. Ya,
dentro del vagón, una señora añosa se quejaba a otra señora más añosa aún de
que “Esto ya no es lo que era”. Nadie se había levantado para dejarles asiento
y cuando la novedad de la incidencia había pasado, le relacionaba los
medicamentos que le había recetado Don Manuel para su familia “…y es que es más bueno”.
Y así podríamos
seguir “per secula seculorum”. Nuestra cotidianidad está llena de estos
momentos que, por abundantes, pasan desapercibidos; momentos que nuestra
consciencia hace desaparecer al poco de haberlos vivido y no por ello, debemos
echar en saco roto. Sus actores, no son delincuentes, no son malhechores, somos
nosotros mismos. Son esos que cuando conjugan la oración en pasiva ponen el
grito en el cielo, se rasgan las vestiduras, piden responsabilidades, les entra
diarrea sin darse cuenta que a la vuelta de la esquina su perro contrae el
abdomen y nos deja un recuerdo imborrable a todos; eso sí, él mirará de un lado
a otro porque hoy, precisamente hoy, no tiene bolsa para recoger el “truñito”.
Somos muchos, somos
iguales en derechos y diferentes en formas de pensar pero tenemos algo en
común: el espacio donde vivimos y si no decimos amén a alguna que otra norma de
convivencia… ¡¡¡CAPUTT!!! ¡¡¡FINITO!!! ¡¡¡SE ACABÓ!!!
Los tiempos avanzan
que es una barbaridad, decían nuestros abuelos; pues hoy deberíamos cambiar lo
de barbaridad por monstruosidad, aberración, absurdo o quien sabe qué. Teniendo
en cuenta los que somos y los que seremos, la diferencia entre ricos y pobres,
lo enfadados que están unos y otros y que –digan lo que digan- sigo pensando
que EN EL MUNDO HAY MALOS DE VERDAD, o los poderes públicos – O sea, esos que
elegimos por que son más guapos y hablan mejor- empiezan a ejercer de una vez
o… ¡a tomar por saco!
Se imaginan un
planeta poblado de catorce mil millones de enfermos mentales especializados
exclusivamente en sobrevivir… Delirante.
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