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Si no fuera que el hombre es capaz de causar daño sin
motivo, para qué querríamos la conciencia. Tanta maldad gratuita, tanto dolor
impregnándolo todo que hasta las piedras parecen llorar. El aire huele a muerte
en este páramo inhóspito y su fuerza arrastró el color de la primavera, el
canto de los pájaros y el aroma de las flores y sólo dejó sensación de vacío y
sanguinolentas manchas por doquier.
Livia aparta de un manotazo uno de los jirones de cinta que
el viento ha perdonado. “Policía, no pasar” reza. Traspasa la puerta y se
detiene a observar. La penumbra no acierta a aliviarle. No piensa, sólo siente
un enorme boquete en el estómago por el que se le está escapando el alma; sus
ojos no dan a basto, no son capaces de engullir toda la angustia, el dolor y la
desesperación que vivieron los que ya no están allí y ahora siente en sí misma.
Asiendo por el respaldo una silla volcada, la incorpora y se deja caer como
carne muerta en ella. Pierde la mirada sobre la superficie de la mesa que tiene
ante sí y, como si de una ventana abierta a su memoria se tratara, ve
interminables campos donde el trigo se pliega al albur de la brisa.
...
Luis
F. de Castro
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